Que no nos engañe su imagen internacional de bon vivants que se la pasan en el bon appetit: Lyon vive en constante estado de guerra, y la evidencia está por todas partes. La querella emana fuertes aromas que invaden la ciudad: por la mañana, cuando las puertas de las boulangeries cerca de la plaza de Víctor Hugo abren, disparan el cálido vaho del pan recién hecho, que monta trifulca con la acidez del café recién molido. Las dianas avisan que la batalla del día inició: ¿Quién tiene la masa madre más antigua? ¿Qué panadería tiene la técnica más tradicional? ¿Qué local ha alcanzado el balance perfecto entre la crujiente costra, el suave y elástico interior? La competencia es dura para los que tienen un changarro de comida en la ciudad con más estrellas Michelin per cápita del mundo.
Al mediodía, la batalla cambia de campo: en la cocina de un bistró sobre la Rue Saint-Jean se destapa una cazuela que lleva toda la mañana en el fuego, y la ventana deja escapar al fantasma de horas de trabajo: un cálido apapacho de carne y cebolla compite con el excitante aroma a azúcar quemada que proviene de la brasserie que se encuentra cruzando la calle, apelotada junto a las muchas que pueblan el Vieux Lyon Quarantaine. Las oleadas de aroma nos atacan como flechas dispuestas a rompernos la hiel. Nosotros somos víctimas fáciles, pero los lioneses parecen haberse vuelto inmunes a los sencillos trucos que a nosotros nos tienen de rodillas.
Los padres se decepcionan al ver a sus hijos salir de McDonald’s frente a la Plaza Bellecour mascando ese producto que los americanos tienen el descaro de llamar french fries. Cómo puede el epítome de la fastfood incluir cualquier reminiscencia a la Galia. Cómo se atreven a ponerle el mismo gentilicio de Francia a algo que tiene menos de tres horas de preparación, ya ni hablemos de los años de maduración y fermentación que requieren ciertos productos. Ridículo. Es obvio que a esos pequeños les faltan años de añejamiento, necesitan más tiempo en la olla. No están todavía, en el recetario de la madurez, ni lejos del boeuf bourguignon.
Los lioneses son tan diestros en la guerra gastronómica, que no hubo modo de ganar: derrotaron a nuestra cartera a fuerza de tartas de praliné, potajes y quesos marmoleados con hongos milenarios. Caímos a los pies del recién fallecido Paul Bocuse, y no tuvimos más remedio que entregar, en apenas cinco días, el presupuesto de una quincena de comidas. Abusamos. De los ahora inalcanzables jamones glaseados, de los macarrones y los confites del mercado de Les Halles, nos quedó sólo la añoranza. La guerra cruel, más cruel porque siempre deriva en crisis, nos obligó a comer en McDonald’s los días siguientes, a masticar, mártires en la ciudad de las delicias, esas fries que de french no tienen nada.
POR RUY FEBEN Y CARLOTA RANGEL