Atrás había quedado el puerto Italiano de Ancona, último punto de la Europa comunitaria del primer mundo. Anochecía y el enorme ferry que me llevaba a Sarajevo cruzaba el mar Adriático, esa frontera líquida entre las paz y la guerra de finales de los noventa.
Llegué al amanecer al puerto de Split en Croacia, un país nuevecito de apenas 4 millones de habitantes en aquel entonces. La vieja Yugoslavia se había partido en seis Repúblicas: Croacia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y lo que quedó de la Yugoslavia Serbia; sólo queda pendiente hoy por reconocer internacionalmente la independencia de la provincia Serbia de Kosovo que sigue en disputa.
La disolución de la antigua Yugoslavia arrancó en 1991 y concluyó más o menos en 2006, yo viajé al corazón de aquel infierno en el verano de 1998; ahora justo se van a cumplir 20 años de aquel viaje que hoy les cuento y en donde tomé una de las fotografías más representativas de mi trabajo.
Entre Split y Sarajevo me separaban 17 horas de viaje en autobús, 28 retenes de la OTAN y revisiones en todo momento a una velocidad máxima permitida por los militares de 60 kmh. El trayecto era contrastante: un cielo azul intenso y la belleza del paisaje rodeaban decenas de pueblos destruidos. Nada quedó en pie. Pueblos enteros fueron arrasados por soldados serbios para acabar con los musulmanes; ahí sólo quedaron escombros, ruinas, cementerios, minas y un penetrante olor a muerte.
Aquel autobús estaba lleno de civiles y militares bosnios. Reinaba el silencio. Por las ventanillas solo se veía destrucción y soledad. Así eran los Balcanes. Recuerdo que nuestro chofer solo ponía música árabe. En el rostro de todos se veía la muerte y el rencor.
Pasadas las 9 de la noche llegamos a Sarajevo, la terminal desolada, una ciudad sin luz, sin gente. Nos recibe una ciudad devastada. Ahí nadie espera a los que llegan.
Cuando ya no quedaba gente, ahí solo, de pronto un bosnio me ofrece un taxi, intenta hablarme en inglés, pero toma palabras prestadas del italiano y el alemán, al final nos entendemos en francés y acepto. El sujeto vuelve a bordo de un Mercedes negro balaceado pero que funciona. La ciudad sin hoteles, el chofer me lleva a casa de una familia me rentará la habitación a precio del Marriot. Todo en efectivo, me recogen pasaporte y ahí comienza mi estancia en Sarajevo.
Aunque para entonces Bosnia ya no estaba en las noticias de primera, los combates habían cesado y su población estaba cansada y diezmada, se respiraba un aire denso. Nadie sabe con exactitud cuanta gente murió ahí, pero sus muertos se contaron por cientos de miles. En ese momento el mundo solo seguía un balón de futbol que rodaba en Francia. Era el último Mundial del siglo XX.
Sarajevo era una ciudad devastada por la guerra, sus calles y fachadas estaban marcadas por ráfagas de metralla. Las calles estaban llenas de boquetes que dejaron las granadas que recibieron durante la batalla. Las ventanas solo tenían plásticos de la ONU. El vidrio en Bosnia era un lujo.
Mientras recorría sus calles, me encontraba con decenas de militares de la OTAN o cascos azules de la ONU. Los únicos extranjeros, eran soldados o periodistas. Por las calles se apreciaba una mayoría femenina y niños por todos lados, los hombres eran escasos y los que paseaban por las plazas o trabajaban en el mercado, estaban lisiados o en muletas. Ese era el rostro de la posguerra en Bosnia.
En ese contexto, los niños jugaban a las escondidas entre escombros y tumbas, se escondían detrás de lápidas y se apuntaban con armas inservibles o de plástico. Ahí tomé esta imagen. [caption id="attachment_258527" align="aligncenter" width="1024"] FOTO: Ulises Castellanos[/caption]
Los cementerios se visitaban a diario. Los adultos que deambulaban entre sus lápidas, regaban con agua su dolor.
Sarajevo se rompió en mil pedazos. Aquella ciudad que visité hace 20 años era más bien un albergue de la Cruz Roja, un cuartel de la OTAN o una oficina de la ONU, su tejido social e institucional era inexistente. Todo era un inmenso cementerio. Se respiraba odio, rencor y un dolor inmenso. La ciudad gritaba su angustia. Era verano y el frío ya mordía, el invierno se adivinaba mucho peor.
Así recuerdo aquel viaje lleno de historias, cuando salí de allá nunca volví a ser el mismo, tenía 30 años de edad, pero ahí perdí 3 de muerte natural. Hoy que estoy por cumplir 50, celebro estas cinco décadas con una sencilla donación a la Fototeca Nacional donde depositaré este material y 90,000 mil negativos más que recorren mi mirada desde 1985 hasta el 2005 aproximadamente.
El 12 de abril, paralelamente a la donación, presentó mi nueva expo “Memoria”, donde este tema y otros serán expuestos en los muros de la galería Nacho López de la Fototeca, en una muestra que contiene 50 imágenes sobre lo visto y vivido en esos años de fotografía analógica. Desde el terremoto del 85 hasta un viaje que hice a China en dónde hice la transición a la fotografía digital.
Agradezco a la Fototeca Nacional su hospitalidad para ser depositaria de mi archivo en donación y para que en el futuro cualquier interesado se asome a lo fotografiado en aquellas décadas; la mayoría de esos miles de negativos los registré con NIkon F3, F90 y F4, y aprovecho para agradecer también a Nikon de México su generoso patrocinio por la impresión de las imágenes para dicha muestra.
Siempre hice foto, para no olvidar.