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Mi noche estrellada

OPINIÓN

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En medio de una revolución digital en la que el mundo entero ha decidido inclinar sus nucas permanentemente a pantallas negras que suponen conectarlo al mundo, me encuentro en un museo atiborrado. Porque existe ese contacto primero con la imagen, que es tan profundo y tan sencillo como la vida misma. Ahí estamos todos como filas de hormigas arremolinándonos frente a estos cuadros que casi nos chupan el alma. Entre salas se asoman como ventanas verdaderas a momentos específicos de la historia, y sin embargo resultan completamente atemporales. Amo caminar entre cuadros, me recuerda demasiado a mi infancia y a mi padre, amo sentir esa ternura hacia la gente que acude y simplemente se deja sorprender. Algunos mucho más “doctos” tiran datos e intentan discutir la obra, y los otros, que resultan ser mis favoritos, simplemente se dejan llevar por la belleza o lo terrible de las líneas y los colores. Sabía que el MoMA en Nueva York es un gran museo, pero nada me pudo preparar para lo que yo llamo: la vuelta más afortunada de mi vida. Con los ojos llenos de tanto ver, di la vuelta a la espalda de un cuadro y su “cuidador” para llegar de frente a una de las obras que más me puede conmover en este mundo: La noche estrellada de Vincent van Gogh. He de aceptar que como hija de pintor hojeaba compulsivamente los libros de pintura de mi padre, lo había visto tantas veces, me había robado el corazón desde la infancia, me perdía en ese remolino de un cielo bello y nada tranquilo, de las estrellas que se descomponen, de esa luna alucinante que despliega brillos, de algo que decía y yo no entendía. Tenerlo ahí parado frente a mí era otra cosa, como toparte con el destino y poder ser ese espectador de la gloria ajena, de la belleza. Por supuesto yo no era la única que contemplaba el cuadro, casi puedo asegurar que era el que tenía más público. No podía dejar de pensar en la ironía, de pensar en el artista y su vida poco homenajeada, y sin embargo creador de lienzos que pudieran juntar tantas personas, callarles la boca y soltar los malditos celulares ante aquel paisaje, para él no muy afortunado. Ver a tantas personas conmovidas con mi “noche estrellada” fue agridulce. Primero porque evidencía que no es “mi noche estrellada”, pero desencadena una tesis que puede a todos conectar. En el de sentir ese lazo silencioso por lo bello, por lo arrebatador, lo verdadero. Esa raíz que sin saber un dato ni de obras ni artistas es capaz de quitarnos el aliento ante colores que enloquecen, ante formas que te pierden, ante obras que te marcan, y que sin emitir palabra pueden contar la historia de todos. Así pues, después de enamorarme nuevamente del remolino en su cielo, perdí de vista el museo, al policía y a la gente, me quedé parada ahí frente a él, era como estar en aquel sillón café, sostener el pesado libro de pasta dura sobre mis piernas, dejar la página por horas frente a mis hojas y pensar convencida: “mi noche estrellada”.