Una imagen: Se escucha una explosión. Desde lo alto de la alberca un artefacto dispara centenares de billetes de un dólar. Antes de que el primer papelito toque el agua turbia, la piscina ya se ha transformado en un maremoto de rosadas pirañas ebrias dispuestas a ahogar a quien sea necesario con tal de juntar un par de dólares. La escena se repite más o menos cada hora en la pool party del hotel Marquee en Las Vegas, donde mientras algunos pagan 30 dólares por un long island con el fin de emborracharse lo más rápido y barato posible, otros pagan hasta 10 mil por un espacio privado con hermosos meseros y meseras que se turnan para rellenar sus vasos. Aquí todo se trata de dinero, del que se tira cuando sobra y del que se gasta aunque no se tenga: sólo la deuda y el superávit desproporcionado pueden sostener tales excesos en medio del desierto de Nevada.
Las Vegas es tan artificial como el copete de Donald Trump, tan cancerígeno como su dermis y casi tan escalofriante como uncle Donnie grabbing you by the... pues sí: Las Vegas representa casi todo lo que está mal en el mundo. Desde su abigarrada arquitectura conformada por templos grecorromanos de plástico situados frente a acartonados palacios venecianos y modelos a escala de monumentos del mundo, hasta la prostitución, el alcoholismo y la ludomanía que ondean como estandartes que dan identidad a la ciudad.
Desde sus orígenes, durante las primeras décadas del siglo XX a manos de la mafia de la era de la prohibición, esta sucursal del infierno ha sido un oasis que concentra las más locas y reprimidas fantasías. Es el Disneylandia de las frustraciones adultas. Un itinerante nuevo sueño americano que promete que lo que allí sucede, allí se queda. La gente viene aquí a hacer turismo primate: poner su cerebro en off, dar rienda suelta a sus antojos y dejar que las lucecitas y el alcohol adulterado sirvan de guía para su piloto automático.
Algunos dicen que el aire de los casinos de Las Vegas tiene niveles más altos de oxígeno y ozono. Quién sabe si esto sea verdad, lo cierto es que hay algo en el ambiente que despierta al lobo (de Wall Street) que duerme en nosotros; hay algo en ese submundo acondicionado en el que puedes pasar jornadas enteras sin ver la luz del día, que nos hace olvidar el mundo real; ese, es el mismo “algo” que una vez que ha chupado nuestro dinero, energía y ética, nos da una patada en el culo dejándonos a la merced del abrumador desierto de la realidad, donde ya no hay ozono para consolarnos, lucecitas que guíen nuestro camino, ni estimulantes que nos ayuden a soportar la cruda.
Yendo hacia el aeropuerto pasamos un letrero: Drive carefully. Come back soon, después, el camino se transforma en muerte y arena. Las luces se quedan atrás y las náuseas llegan a patearnos por dentro.
POR Ruy Feben y Carlota Rangel