Dos noticias esta semana sobre el mismo caso retratan una desigual realidad. La primera llegó de Brasil, donde el ex presidente de la empresa estatal Petrobras, Aldemir Bendine fue hallado culpable de corrupción y sentenciado a 11 años de prisión. El juez federal Sergio Moro concluyó que el ex CEO de la petrolera, también ex presidente del Banco de Brasil, recibió un soborno de 3 millones de reales (930 mil dólares) de parte de la constructora Odebrecht. Bendine había sido nombrado cabeza de Petrobras con la encomienda de rescatar a la empresa de los escándalos de corrupción.
"Lo último que se esperaba de él -señala el juez en su fallo- era que cayera en la misma corrupción… ". La segunda se dio en México, donde la fracción parlamentaria del PRI en la Cámara de Diputados logró impedir la discusión de sanciones a servidores públicos por contratos que otorgaron a Odebrecht.
"Con aplausos y gritos de festejo", dice la nota, los priistas celebraron que con 182 votos en contra y 62 a favor desecharon la propuesta para que la Auditoría Superior de la Federación iniciara las acciones legales contra los funcionarios involucrados en la trama de corrupción de la transnacional.
El contraste es vergonzoso. La escena mexicana evidencia la politización de la justicia, la captura institucional y, finalmente, la desconexión de la clase política respecto del agravio ciudadano. La insultante euforia de los diputados priistas coincide con el rechazo unánime de sociedad civil, académicos e intelectuales a la burda actuación de la PGR en contra de Ricardo Anaya. Sorprendentemente, desde la campaña de José Antonio Meade no alcanzan a ver que la corrupción indigna, pero el abuso de poder ofende más. Obsesionados por ganar el 1 de julio, olvidan lo mucho que podemos perder.
En materia económica pasamos de "las finanzas se manejan en Los Pinos" a la certidumbre de la disciplina económica y la autonomía del Banco de México. Hoy nadie anticipa una crisis de fin de sexenio, con la inflación o el tipo de cambio desbordados. En lo político, pasamos del control de las elecciones desde Gobernación a la organización profesional del Instituto Nacional Electoral y el conteo ciudadano de los votos.
Hoy vivimos una auténtica y democrática incertidumbre sobre los resultados electorales, sin pensar que alguien tirará el sistema. Enfrentamos así la quiebra del modelo económico de los 80 y el agotamiento del modelo político de los 90. Hoy urge atender la ruptura del estado de derecho.
Acabar con la corrupción y la impunidad, la violencia y la inseguridad pasa por la institucionalidad que nos falta y que han alcanzado otros vecinos del continente. No hay atajos. La honestidad de los candidatos ayuda, pero no es suficiente. Tampoco su personal voluntad y buenas intenciones. Se trata de quitarle a quien esté en el poder la facultad de decidir quién es inocente o culpable. Y esto conviene a todos: a los que ganen y, sobre todo, a los que no.