Sólo un punto de partida

Nos despertó un aironazo: el chofer de la camioneta que nos llevaba a Ereván había bajado la ventanilla. Ahora sacaba la cabeza, y exageraba la respiración y la mueca de felicidad después de cada bocanada. Un señora junto a la que íbamos apretujados señaló con el dedo los altos pinos de la carretera: “Dilijan”, dijo, y su parecido con Paquita la del Barrio se hizo más evidente cuando repitió: “Dilijan”. Nosotros sonreímos por cortesía, pero no entendimos nada. Una inesperada voz en español nos explicó: “Dilijan es uno de los más bonitos puntos turísticos de Armenia, y tiene el aire más puro del país”. Anna y Armenui, dos armenias más o menos de nuestra edad, dominaban tres idiomas, entre ellos el nuestro. Pasamos lo que nos restaba a la capital armenia hablando con ellas, tratando de esconder la pena de haber dicho algo inapropiado sin querer. No fue así, o al menos no nos lo dijeron: quedamos de cenar con ellas en una de nuestras noches en Ereván. No sabíamos qué esperar de esa ciudad. Sabíamos de los horrores del genocidio y del posterior régimen soviético, de los monasterios que los primeros cristianos instalaron en Khor Virap, Geghard, Noravank, Sevanavank. Pero de la ciudad, nada. Internet declaraba sin empachos que Ereván sirve únicamente como punto de partida para ver el resto del país, nada más. Como siempre al viajar, Internet es un espejo chueco. Ereván tiene una orografía propia: las puertas aparecen como cuevas en las calles estepas; de un lado, el monte que, desde la Plaza de la República, puede verse a través de un arco dorado; del otro, el edificio-cascada que sirve como relicario del país: ahí se resguarda, en un enorme mural, el origen del peculiar alfabeto armenio (mucho más leguminoso que el nuestro). Detrás de aquella agua, Matenadaran, interminable acervo de libros de todas las épocas. No hace falta decir lo que eso significó para estos dos ñoños. Pasamos tres días básicamente caminando por Ereván, visitando museos, sentándonos en plazas, descubriendo bazares en los camellones interminables que rodean el centro: recorriendo no un atractivo turístico, sino una ciudad en la que, muy rápidamente, nos sentimos habitantes. La tercera noche, Anna y Armenui nos llevaron a caminar por su ciudad: por sus esculturas, por el restaurante en el que comían cuando tenían apenas presupuesto estudiantil, por las plazas que en Ereván son ámbar de historia. Nos llevaron a cenar y no nos dejaron pagar. Nos preguntaron qué nos había parecido hasta entonces Armenia (y dijeron “Armenia” con un brillo inquieto en los ojos). No supimos qué usar para responder: si la feliz mueca de quienes encuentran en Armenia el limpísimo aire, o si el dedo con el que ahora señalamos a su país cada vez que nos preguntan qué lugar recomendamos visitar.