Los únicos dueños de Estambul

El gerente del hostal de Estambul nos recibió con un gato en los brazos, y, cuando abrió la puerta de nuestra habitación, otro felino se coló dentro. “Disculpen, estos gatos no entienden que el hostal no es suyo”, dijo mientras intentaba atrapar al intruso que ya estaba debajo de la cama. El incidente no nos tomó por sorpresa: una semana antes de llegar a Turquía, nuestra amiga Natalia nos envió una inconmensurable lista de cosas para hacer, ver y comer en Estambul, entre las que estaba el documental Kedis, que trata justamente sobre los gatos que rondan las calles de la antigua capital del Imperio Romano de Oriente. Se cuenta que hace mucho, cuando Estambul era sede del Imperio Otomano, se comenzaron a construir muchas casas de madera, ideales para albergar fieles familias mahometanas, así como ratas, arañas y cucarachas. Hay quienes dicen que tener un gato en la familia se volvió la mejor estrategia para acabar con los animales rastreros, otros dicen que la gente tiene y cuida de los gatos porque supuestamente salvaron a los hombres de la gran inundación allá en tiempos de Noé, y otros tantos cuentan que hasta el profeta Mahoma alguna vez cortó una manga de su túnica con tal de no despertar a una gata que dormía apaciblemente encima de ésta. Sea por lo que haya sido, el punto es que, desde hace ya muchos siglos, los gatos son una parte esencial de la identidad de Estambul. Al día siguiente, mientras desayunábamos, un minino bebé se acercó a restregar su suave felpa en nuestras piernas: a su tierna edad ya había comprendido las estrategias de manipulación necesarias para obtener un pedazo de pan. Casi inmediatamente después llegó otro felino colega, pero feroz y tuerto: quizá su experiencia le había enseñado que exigir con arañazos en las piernas es una mejor táctica. Para cuando el mesero llegó a echarlo fuera del local (sin tocarlo jamás con una mano, mucho menos con una escoba), ya nos había bajado buena parte de nuestro lahmacun. Muy pocas ciudades pueden jactarse de tener más de 3 mil años de historia, de ser metrópolis de dos grandes religiones del mundo, de ser parte de dos continentes, de haber sido hogar de tres monumentales imperios. Pero los gatos no entienden esas banalidades. Igual arrastran sus garras por los tapetes del Gran Bazar que por las alfombras que se encuentran en el área acordonada del templo milenario de Hagia Sophia: con desparpajo, estoicos e indiferentes, regurgitan el curso de la historia como si se tratara de molestas bolas de pelo en la lengua. Para los gatos de Estambul, no hay patrimonio de la humanidad que valga más que los peces azules que bailan en las cubetas de los pescadores del Bósforo: no entienden cómo es que los humanos, los abigarrados y poco elegantes humanos, siguen pensando que Estambul les pertenece. Carlota Rangel y Ruy Feben son otra clichetera pareja que está dando la vuelta al mundo. Sólo que ellos son mexicanos, escritores, y recorren los diferentes destinos del planeta para visitar tanto los sitios más estereotípicos como los secretos mejor guardados. Desde allá envían sus hallazgos a esta columna y publican postales fortuitas en su blog, senaleshumo.com. IG: @LAS.SENALES.DE.HUM0 /TW: @LAS.SENALES.DE.HUMO