La alternativa es la barbarie

Nos desespera la democracia. Por su lentitud e indecisión. Por su ineludible insuficiencia. Nos llena de frustración su dificultad para producir lo que creemos son cambios indispensables. La persistencia de las injusticias. La resiliencia de la exclusión y el agravio. Nos ofende la obcecación, y con frecuencia la ventaja, de quien no comparte nuestras ideas. Se suman los momentos en que la indignación, más que ser motor para seguir adelante, nos rebasa para convertirse en desilusión, y después, en cinismo. Ojalá fuera ésta una sensación exclusiva de quienes están más ocupados en su quehacer privado y poco se preocupan por lo público. Tal vez en su desinterés hay una mezcla de desapego y de paciencia, al menos implícita, ante lo que se percibe como mediocre y lejano. Más delicada resulta la impaciencia de ciudadanos activos, de quienes dan vida a la práctica democrática buscando espacios para la transformación de su entorno. De su respuesta a la frustración democrática depende la profundización de nuestras libertades, más incluso que de la resistencia de quienes se aferran a sus privilegios. Como parte de la alternancia y la transición, en todos los órdenes de gobierno se fueron ampliando espacios formales, útiles o no, de participación ciudadana; paralelamente, cientos de organizaciones civiles se fueron formando alrededor de proyectos sociales, cívicos, o de proyección económica en muchas localidades del país. Finalmente, en la década pasada, empezaron a florecer los centros de estudios o think tanks de los que hace veinte años apenas había un puñado. Es precisamente entre esta capa de organizaciones intermedias, apuntalada por académicos y expertos, acompañada de alianzas con organismos internacionales, y cada vez más influyente en medios de comunicación locales y globales, donde preocupa más la impaciencia. Es crucial que hagamos conciencia de nuestra responsabilidad con los valores de la democracia, y de lo indispensable de nuestra perseverancia. Porque el ejemplo liberal rara vez provendrá de la autoridad, menos cuando su raigambre es la de la hegemonía del siglo pasado, o la del clientelismo populista del siglo presente. Ninguna de esas tradiciones parte del respeto a las personas, a su capacidad para decidir y a su dignidad para contribuir. Son vertientes de autoritarismo que se han acomodado al cambio, y han apostado a sobrevivir las pulsiones, que esperan sean temporales, o mejor aún, comerciables, de los genuinos demócratas. Y se entiende la ansiedad frente a este juego de vaivenes que rara vez nos ofrece motivos para el optimismo. Precisamente porque democracia implica compartir las decisiones, los resultados nos parecen insatisfactorios. Pero para perseverar, concédase al menos que la alternativa es la barbarie. Es el mundo donde siempre, solamente, deciden unos cuantos; donde todo depende del lado del poder donde uno esté. Donde el valor del mérito, del esfuerzo, el acceso a la oportunidad, el ejercicio de los derechos, y la seguridad incluso, dependen no de nuestra mera existencia, sino de nuestra cercanía al poder. Y regístrese también, una y otra vez, que la democracia es de quien la trabaja; que para que la democracia viva, exige de nosotros que no desmayemos nunca en su profundización. Y que sus logros se parecen menos a los de la victoria deportiva, donde un solo equipo gana e impera, que a los de la construcción de un torneo duradero, exitoso, donde todos compiten con oportunidad de triunfo, y cada minuto en la cancha se disfruta, cada vez más, por todos. Alejandro Poiré Decano Ciencias Sociales y Gobierno Tecnológico de Monterrey 17 de marzo, 2018