La historia oficial cuenta que Brujas se hizo de riqueza en el siglo XII, gracias al comercio de lana en sus canales. Durante la Edad Media, su empedrado se convirtió en bellos edificios, bucólicos callejones, estereotípicas plazas medievales. La hoy capital de Flandes Occidental creció hasta volverse ciudad, una incluso con importancia política (hubo ahí una matanza de franceses, que era por entonces la forma civilizada y citadina de rebelarse contra Felipe IV de Francia). Brujas hubiese crecido aún más de no ser porque en el siglo XVI el canal que conectaba a la ciudad con el río fue llenándose de sedimentos inusuales, hasta cerrarle el paso al agua. Como suele ocurrir todavía en el mundo, la ciudad perdió en importancia lo que ganó en glamour: quedose estancada, sin muchas renovaciones, hasta que ya en el siglo XX, esa arquitectura rústica de pedruscos pubertos le mereció la fama. Brujas (cuyo nombre nada tiene que ver con artes negras, sino con que brug en neerlandés significa puente) se volvió la joya turística de su país y cuna del más importante one hit wonder de esta década: Gotye (aunque now he’s just somebody that we used to know…).
Eso dice la historia oficial. Pero siempre hay alternative facts más acordes con los auténticos ímpetus actuales. Está, por ejemplo, el hipotético pastor del siglo XVI que un día, trasquilando a una oveja, se vuelve alérgico a la lana: los voladores pelos le hinchan todo, inclusive el cerebro, hasta que comienza a alucinar: su oveja le habla de un siglo futuro y raro, en el que la gente viaja en hordas no para arrasar ciudades, no al menos con la civilizada violencia medieval, sino sobre metálicas aves sin ojos y extrañas carretas interminables que se mueven solas hacia tabernas de precios altísimos; esas hordas, asegura, traerán prosperidad al pueblo, pero para ello es menester destruir su industria de producción de lana.
El hombre desconfía de una oveja que pugna por dejar de mercar con su pelo, pero las alucinaciones se vuelven tan intensas (sueña con tiendas donde se exhiben brujitas colgadas por el cuello, como mandan las leyes cristianas), que empieza a arrojar pedruscos al canal, para taparlo sin que nadie se percate. Procede así muchas noches, décadas, hasta que, un día antes de morir, observa con satisfacción que la última de las ovejas de la ciudad muere de hambre. No ignora que el futuro le atribuirá a la naturaleza, esa eterna plagiaria, el fruto de su trabajo. Ponderar esta hipótesis encaja con una de las pocas verdades que aún tenemos en este siglo: toda la historia humana ha transcurrido con el único propósito de que sus tragedias hoy puedan ser cómodamente fotografiadas por los fatuos ríos de turistas que sedimentan al mundo.
Por Ruy Feben y Carlota Rangel