Ayer, en este mismo espacio, le comentaba de la inutilidad real de los debates presidenciales que debutaron como un instrumento de la incipiente democracia mexicana en la década de los 90.
En este 2018, por primera vez en la historia, tendremos 3 debates organizados por la autoridad electoral. Eso está bien, el problema ese el formato. Hasta hoy, hemos visto encuentros rígidos e inocuos, que no han servido para nada. Además del formato, el problema es la resistencia de los candidatos y sus equipos de campaña para arriesgarse a acudir a los debates. Está claro que lo más sano sería que los candidatos asistieran no solo a los encuentros oficiales obligados por la ley, sino a todos aquellos que organicen otras instancias.
Medios de comunicación, organismos empresariales, universidades, centros de investigación, iglesias, etcétera, serían ideales. El doctor Luis Carlos Ugalde, expresidente del IFE y presidente de Integralia Consultores -experto en temas electorales-, apoya la idea que se organicen varios debates aunque los candidatos no asistan y exhibir a aquellos que desprecien la invitación.
Por el contrario, el doctor Fernando Dworak, académico del ITAM, analista y consultor político, opina distinto. Asegura que entre más debates haya, menos interés habrá por la elección. Para él, la clave de los debates será que José Antonio Meade y Ricardo Anaya logren consolidarse en un segundo lugar que pueda competirle a Andrés Manuel López Obrador. De otra forma, afirma, lo mejor sería que Enrique Peña Nieto vaya pactando la transición con el candidato de Morena.
Desagraciadamente estamos muy lejos de que los debates tengan un peso determinante. En la primera década del siglo XXI seguimos discutiendo eso y pidiendo más debates, más libres y más útiles. En cambio, en Estados Unidos los debates presidenciales son todo un acontecimiento y una tradición. Desde aquel de 1960, cuando Richard Nixon y John F. Kennedy buscaban la Casa Blanca, los debates se convirtieron en instrumento fundamental. Dicen los expertos de la época que Nixon perdió aquel debate porque llegó sin rasurarse por una gripe que lo aquejaba. Su imagen enferma y desaliñada influyó en los electores y Kennedy, mucho más carismático y en mejor forma, ganó la elección. Desde entonces, los debates entre los candidatos presidenciales tomaron una importancia mayúscula. No olvidemos que Donald Trump tuvo que debatir con ¡dieciséis! aspirantes más a la candidatura republicana. Por su habilidad mediática, su agenda disyuntiva y su estilo desenfadado logró eliminarlos uno a uno cuando nadie apostaba un centavo por él. Buena parte de su estrategia y su éxito la basó en ganar los debates.
Además, allá manejan el formato del Town Hall Meeting que es mucho más intimidante. El candidato se planta frente a un auditorio que lo cuestiona libremente. Me temo que pasarán varias elecciones más antes de que veamos algo similar en México con quienes aspiran a la Presidencia de la República.