La mujer radioactiva

Antes de comenzar, revelaré un secreto un poco soso: Ruy y yo nos turnamos para escribir esta columna bajo el mutuo acuerdo de siempre narrar en la primera persona del plural y aprobar lo que el otro escribe antes de enviarlo. Quizá algún observador lector ya haya notado que hoy escribo en singular. No se trata de una resolución caprichosa: he tomado la decisión de romper las reglas, porque los hechos que quiero contar difícilmente tendrían sentido si se narraran fuera de la perspectiva femenina. Hoy es importante ser Carlota y ya. No suelo llorar demasiado cuando una tragedia o alegría me sucede; pero cuando las glorias y penas son ajenas o incluso ficticias puedo sollozar hasta la deshidratación. Así, por ejemplo, lloré relativamente poco cuando mi papá murió; pero cuando vi Mulán, en el camión que nos llevaba a Varsovia, chillé hasta quedar con cara de boxeador en el décimo round. Quizá fue sólo la falta de costumbre: es raro ver a una mujer protagonizar una película sin que busque el favor de un hombre. Es raro ver a una mujer como figura de poder, sin que sea la mala de la historia. En Varsovia casi no lloré. No lo hice cuando visitamos la iglesia donde se guarda el corazón de Federico Chopin; tampoco cuando vimos el monumento a Nicolás Copérnico, cuya teoría cambió la cosmovisión para siempre; ni cuando el guía del Free Walking Tour nos contó de María y Pierre Curie, ganadores del premio Nobel de Física por sus hallazgos en el campo de la radioactividad. “Todos pensaron que el verdadero genio era Pierre y que María simplemente le servía el té mientras trabajaba”, nos dijo con indignación casi teatral. Siguió contando que, tras la muerte de Pierre, María se convirtió en la primer persona en la historia en recibir dos premios Nobel (esta vez de Química, por el descubrimiento del radio y el polonio), pero ni siquiera esto le mereció el respeto de muchos académicos misóginos, quienes bajo la excusa de que esta "judía extranjera" estaba sosteniendo relaciones ilícitas con un hombre casado, le pidieron que devolviera el premio. "Ella respondió que con gusto devolvería su premio después de que todos los hombres nobeles adúlteros hicieran lo mismo", concluyó nuestro guía hinchado en plástica solemnidad. El llanto vino inadvertido hasta el día siguiente: disfruto la música de Chopin y conozco la teoría heliocéntrica de Copérnico; en cambio, de química y radioactividad no entiendo casi nada; sin embargo, cuando paseábamos por el mirador de la ciudad y vimos la estatua de María Curie sosteniendo un modelo atómico que coronaba la capital polaca, se me cuajaron los ojos. Quizá fue otro tipo de entendimiento, o quizá sólo fue la falta de costumbre: no todos los días te topas con una mujer de bronce que te recuerda que puedes ser sabia sin ser bruja, y que tus glorias y penas importan tanto como las ajenas.