Suicidio social

La primera vez que me invitaron a una fiesta de disfraces, no de niños si no a una de pubertos que quieren ligar, en la que llegaban cuatro o cinco chamacos esmirriados con cara de espanto y un pelotón de niñas empoderadas seguras de que podrían encontrar al padre de sus hijos en ese reducido e imberbe círculo de pequeños caballeros... yo tenía 12 años. La invitación tenía telarañas plateadas en el sobre y pedía “disfraz obligatorio” por lo que pensé era la oportunidad perfecta para usar los conocimientos plásticos de mi padre pintor y las ideas rompedoras de mi madre, lo tenía todo para brillar, incluyendo una grandiosa y creativa idea. Lo había pensado y calculado tiempo atrás viendo la hermosa y funcional mesa de té en casa de mi abuela... era el disfraz perfecto: estética y funcionalidad en un concepto clásico y amable: una mesa con florero, vajilla y mantel. Al comunicarle la idea a mi padre sus ojos se iluminaron como si se tratara de la guía para la construcción del aeroplano. Le expliqué que sólo necesitábamos una rueda grande de unicel que sirviera de base de mesa en cuyo centro habría un hoyo para meter mi cabeza, la cual cubriríamos de flores artificiales que simularan un florero, un mantel de cuadritos y el juego de té de mamá bien pegado a la base. Todo se logró, y la tarde anterior al sofisticado evento, logré literal personificar esa encantadora mesa que pondría en descubierto mi creatividad. Con esto abriría las puertas sociales de la diversión y la pertenencia para mí en ese extraño mundo llamado adolescencia. Bajar del auto de mamá no fue tan fácil, intentaba no romper el unicel que bordeaba mi cuello mientras mi madre me recordaba que lo físico ya estaba ahí y que intentara encontrar la esencia de una mesa, el frío de la superficie y su soledad.¡Soledad fue lo que encontré yo al entrar a la fiesta y ver a mis compañeras discretamente disfrazadas con ropa muy bonita y típica de fiesta apenas contrastando con diademas, con orejitas y un pintado imperceptible de nariz de conejo... sexy! Porque nadie intentó darle vida a otra cosa y mucho menos a una mesa más que yo. ¡En el transcurso de la fiesta intenté huir de todos porque encontraron una enorme utilidad al dejar sus vasos sobre mí! O más bien mi disfraz que oscilaba entre la creatividad y el infantilismo. Años pasaron para encontrarme sentada en un bar con algunos de mis ahora mejores amigos y descubrir que ellos engalanaron disfraces como cartón de leche y tampón usado y entender que un día lejos, muy lejos de esa escuela de monjas y sus prejuicios acerca de cualquier manifestación de individualidad, yo encontraría una familia, una que en una búsqueda desesperada y a veces muy desafortunada cometió repetidos suicidios sociales al igual que yo y ese camino luminoso de honestidad guiaría sus pasos a mi camino y me lo haría mucho más feliz.