La forma de lo extraño

Un malencarado hombre observa nuestra tarjeta de crédito; desconfía de nosotros, pareja de un país de nombre raro, pero no le queda remedio: desempolva un pasatarjetas. Nos parece extraño que use un aparato tan cavernícola, incluso para vender tapetes en Bujará; pero “extraño” es una palabra que apenas empezamos a definir. Al mediodía, pensábamos que en Uzbekistán, país idéntico al del Aladino de Disney, la adrenalina vendría al visitar la madrasa Chor-Minor y el complejo de Po-i-Kalyan; ¿qué más aventura que esos nombres tan raros? Del caravasar de Lyab-i Hauz fuimos al bazar. Sólo para ver, nos dijimos, sin intención de regatear. Una mujer arrullaba a su bebé. Nos acercamos a ver sus manteles, y preguntamos precio. Fue inocente cordialidad: no llevábamos efectivo, única forma de pago en Uzbekistán. La vendedora se regateó sola: nos daba un precio, sonreíamos por pura buena onda, y ella lo bajaba. Le enseñábamos la cartera para comprobarle que no traíamos nada, pero seguía regateándose, hasta que ofreció un precio tentador. A señas le preguntamos por el cajero automático (sí: sólo hay uno en la quinta ciudad más grande del país). Ella, feliz, le endilgó a su hermana el mantel que finalmente había logrado vendernos, y le ordenó llevarnos al cajero y cobrarnos. Nos despidió sonriendo. Muy pronto para un final feliz: el cajero estaba cerrado. Le indicamos a la hermana que volviera con la mercancía, y que le diera a la vendedora nuestras disculpas. Pero en Ágrabah las cosas no son tan fáciles. La hermana nos arrastró al banco (sí, el único), y luego a la (única) casa de cambio. No había manera de sacar billetes en ningún lado. Ya encabronada, como perico en zancos, volvió al bazar, y en medio de los tendetes con artesanías y cojines y guitarritas, se puso a gritar. Una hora después de tomar té en un patio, nos sentíamos a punto de ser degollados en la extraña Transoxiana. Así de rápido gira el mundo. Como hada madrina, apareció la vendedora. La hermana le siguió gritando, pero ella nos llevó a la tienda de su malencarado cuñado, el único de la ciudad que cobra con tarjeta de crédito. Antes de salir ofrecimos la dirección de nuestro hotel, por si algo salía mal con el cobro. Sin un hilo de ironía, el cuñado respondió: “no se molesten: si eso pasa, los encontraré”. De aquel país, donde la gente nos detenía para tomarnos fotos, quizá eso fue lo más extraño. Falso: lo más extraño vino minutos después, cuando tocaron a nuestra puerta. El cuñado venía a pedirnos el nombre al que está la tarjeta, que no aparece al frente del plástico. Le preguntamos cómo nos había encontrado. Nos mostró una foto de Facebook, en la que un muchacho hace ademán de abrazarnos, mientras nosotros, turistas mensos, sonreímos como caricatura que no se sabe parte de un mundo animado.