Privacidad en un país impune

Era una noche fresca de diciembre de 2014. Un funcionario del gobierno de Enrique Peña Nieto me mostró la ficha de Sandino Bucio, uno de los jóvenes que encabezó el Movimiento YoSoy132 en la UNAM y quien esos días era noticia, porque había sido detenido arbitrariamente. “Ya con que le hayan puesto Sandino, los papás le marcaron la vida”, dijo el funcionario, entre un bocado y otro de su jamón de bellota Jabugo Cinco Jotas. Bucio en efecto, había crecido en una familia de académicos, con una fuerte inclinación activista. Su ficha era un paquete de hojas armadas en Power Point, donde se combinaban su gusto por la poesía, la foto de su coche, su cercanía con organizaciones sociales de izquierda, como interés de seguridad nacional. Recordé aquella ficha la noche del 25 de febrero, en el Teatro de los Insurgentes de Ciudad de México, mientras Edward Snowden hablaba sobre esta capacidad del gobierno para meterse en nuestras vidas, en nuestros miedos más profundos, con muy pocas consecuencias. Lo hacía al término de la presentación número 100 de la obra Privacidad, de Diego Luna y Luis Gerardo Méndez, un ensayo vivencial sobre cómo exhibimos públicamente nuestras fobias y filias, cómo le decimos al mundo que nos mire, cómo disfrazamos nuestras soledades con likes y comentarios de desconocidos. Snowden hablaba desde un video proyectado en grandes pantallas, ante la mirada atenta de Carmen y Emilio Aristegui, Rafael Cabrera, Alexandra Zapata, Juan Pardinas, Salvador Camarena, Mario Patrón, Karla Micheel Salas, David Peña, quienes recibieron durante meses extraños mensajes en sus celulares del malware Pegasus, un caso que documentó Social TIC, R3D y Artículo 19 en el informe Gobierno Espía. No sé cuántas otras fichas tiene este gobierno -y han tenido los anteriores- sobre cada estudiante, profesor, burócrata que en su tiempo libre sale a la calle a protestar, o cada activista que desahoga su rencor en Twitter. Pero en los hechos, la privacidad de los contrarios no solo es un asunto de seguridad nacional, sino un mecanismo accesible y sin controles para convertir actos ordinarios de la vida del “enemigo” en un reporte policiaco. Esto, en un país como México, donde los propios funcionarios temen ser espiados, las reuniones con cualquier burócrata de alto nivel suceden sin celulares, y a veces los temas más delicados se escriben en recados a mano y ni siquiera se pronuncian. En época electoral de un país con reglas que se cumplen a conveniencia, la línea de la privacidad se torna casi desconocida, casi imposible, como un hilo que se teje fino, para dejarnos en la orfandad. Si los enemigos del Estado en un país con una impunidad superior al 90% son estos activistas, abogados, periodistas, ¿dónde está el dinero del Estado para combatir al narco, al terrorismo, a la delincuencia de cuello blanco?