Al ensayar sobre la mística del flaneur, el paseante que devora ciudades, Walter Benjamin escribe que la motivación superficial, lo exótico y lo pintoresco solo tienen efecto en los foráneos. Las grandes reminiscencias y los estremecimientos históricos son para el verdadero paseante una chuchería que con gusto le deja al viajero.
La calle debe ser un lugar que habitar. Desde Berlín, Benjamin describió que para las masas, los brillantes carteles de las empresas son una decoración igual y mejor que para el burgués las pinturas al óleo en un salón; los muros citadinos son sus pupitres para escribir y los kioscos de periódicos sus bibliotecas.
Una ciudad, dice Benjamin, puede conocerse en un plano costumbrista por sus catedrales y monumentos, sus avenidas y museos, o de manera azarosa y vivencial: intercambiando lugares principescos o lugares de nacimiento por olfatear un único umbral o una sola baldosa, como lo hace un perro al pasar.
Un paseante de ciudades podría sentirse confundido en México al encontrar en las esquinas multiplicada en los diarios la fotografía de una bandera mexicana izada al revés. De cabeza, el águila devora la serpiente bajo la mirada de rencilla del presidente Enrique Peña.
Lo que ocupa al flaneur, dice Benjamin, son imágenes, donde quiera que se alojen. Un paseante es el sacerdote del genius loci, el espíritu protector de un lugar, desapercibido paseante con la dignidad sacerdotal y el olfato de un detective.
Para Benjamin acceder como nativo a la imagen de una ciudad o de un país exige motivos más profundos. ¿A dónde nos conduce la imagen de una bandera de cabeza? ¿Qué representa para un viajero la imagen de un socavón y dos muertos que yacen dentro? ¿Cuál es el significado de que tres turistas italianos sean entregados al narco por unos policías? Benjamin insiste en los motivos del que viaja hacia el pasado, en lugar de hacia lo lejos, como una forma de comprensión profunda.
Si un helicóptero se vino abajo cuando un secretario de Seguridad ordenó (septiembre de 2005) que despegara en condiciones de neblina; un jet se desplomó (noviembre de 2008) cuando un secretario de Gobernación pidió acelerar y la nave se metió en el área de turbulencia de un avión; un helicóptero que trasladaba a otro titular de Gobernación (noviembre de 2011) cayó en condiciones de escasa visibilidad; y otro helicóptero mató a 14 personas (febrero de 2018) porque el piloto no pudo distinguir a las familias que tras un temblor se refugiaban en un paraje, ¿qué vemos como nativos –subraya Benjamin–, emparentados a las memorias?
Vemos un país construido sobre cimientos de repetición. Accidentes que no lo son y la negligencia y el error como actos normalizados (y sin castigo); vemos la corrupción institucionalizada sin freno (ni consecuencias); la impunidad infinita y la memoria borrada por el escándalo de mañana. El viajero lejano no aprecia la otra obsesión de Walter Benjamin: el paisaje, que para un paseante arraigado es una tragedia, un accidente, un desfalco. El lugar común.