Los palacios del subsuelo ruso

En el Metro es común toparse con comerciantes que agorzoman a los pasajeros con sus gritos y con el reggaetón que emana de sus mochilas mientras resbalan entre la gente. En espacios así, es común (sino es que inevitable), recurrir a los codazos y gruñidos para hacerse de un espacio vital. Las muchedumbres rara vez dejan espacio para la dignidad. En ambientes donde sólo los más gandallas sobreviven, uno se ve en la necesidad de sacar su primate interior. Es en los sucios y oscuros intestinos de las ciudades donde los desafortunados, vagabundos, drogadictos y demás víctimas que no tienen cabida en la sociedad, encuentran su hogar. Da igual si estás en Berlín, Tokio o la Ciudad de México, basta bajar unos cuantos metros hacia las entrañas de una urbe para darse una idea de los males que la azotan. Pero, aunque este fenómeno es casi una constante, hay un lugar donde, para bien o para mal, les gusta hacer las cosas al revés: los rusos no sólo remaron al lado contrario con su sistema económico y político; sino que también crearon su propia religión y, por si fuera poco, decidieron construir verdaderos palacios en el subsuelo. Ya habíamos oído hablar sobre la belleza del Metro de Moscú, pero nunca imaginamos la pulcritud, el silencio interrumpido sólo por las apacibles voces que anuncian la llegada de un vagón, el chirrido de las llantas al frenar y unos que otros músicos callejeros: cuartetos de violín que igualan a los de cualquier concierto de cámara. Nos enteramos después que sólo existen 15 puntos en toda la red del Metro en los que se puede tocar instrumentos, y para hacerlo, los aspirantes deben probar su talento y obtener una licencia. Nada de Smelly Cat, ni de desafinados covers del Panteón Rococó. Escuchamos también que las estaciones más profundas se hicieron pensando en la posibilidad de una guerra nuclear y que existía una línea secreta en caso de que Stalin y sus allegados necesitaran huir. Comenzamos a pensar que había algo ominoso y dictatorial detrás de tanta armonía, cuando los candelabros, las estatuas y los mosaicos bizantinos que muestran escenas de heroísmo soviético nos hicieron olvidar cualquier teoría conspiracional. Nos montamos en un vagón y dejamos el esplendor bizantino para hacer una breve parada en lo que parecía un palacio neoclásico para tomar una conexión en un salón decó, y bajar en una estación que ostentaba los mejores ejemplares de realismo soviético, de la gloria proletaria y lujo para el pueblo. Bueno, al menos en sus fachadas; pues si bien es cierto que el comunismo no logró llevar verdadera gloria a Rusia, también es verdad que hay algo en la belleza de los espacios públicos que devuelve cierta dignidad a la gente. Hay algo en la grandeza de ciertos espacios que nos invita a sacar al sapiens sapiens que todos llevamos dentro.