La comandanta

Conocí a Nestora Salgado en la cárcel femenil de Xochimilco, donde enfrentaba un proceso supuestamente por 50 secuestros cometidos. Eran los primeros días de 2015 y no se veía cómo podría recuperar su libertad. Familiares de supuestas víctimas mantenían las acusaciones en su contra como la de que era ella quien hablaba por teléfono a sus casas y pedía rescate para dejar libres a sus hijas o parientes. A ese lugar entré tres veces para entrevistarla con motivo de un perfil que escribía sobre ella. Esperé encontrarme con una mujer atemorizada y desmejorada. Pero no. Antes de su traslado a la ciudad estuvo recluida dos años en el penal de alta seguridad de Tepic, donde era castigada en un apando, pero donde a escondidas pudo sembrar una semilla de jitomate, cuya mata más tarde fue aplastada por la suela de la bota de un celador como parte de la tortura psicológica a la que era sometida. La primera vez que hablamos en su celda tenía un libro que empezaba a leer sobre la vida secreta de los masones y con cuyo título se sumergía en una racha de lecturas que combinaba con otros temas y autores como Paulo Cohelho. Antes de conocerla, yo había estado en Guerrero durante varios meses y había viajado a su pueblo Olinalá, donde supuestamente come- tía las atrocidades, pero lo que encontré fue más complejo que eso: un lugar donde la justicia estaba en manos del crimen. Una tarde de 2012 y después de 100 años, desde la Revolución, en ese lugar sonaron las campanas de la iglesia fuera del llamado a misa y durante el sepelio de un joven taxista al que el crimen asesinó por negarse a pagar derecho de piso. Nestora, quien se había ido de mojada a EU y donde adquirió la nacionalidad, pasaba largas temporadas con su familia en Olinalá y esa vez, sin proponérselo, tomó el control de un movimiento que se levantó en armas para expulsar a los malandros hasta conseguirlo. Ella quedó al frente. El gobernador de entonces, Ángel Aguirre, avaló que trajera armas para que con base en la ley 701 de Guerrero, los propios pobladores pudieran encargarse de la seguridad de sus comunidades. La Comandanta, como la identificaron las propias autoridades, guió al pueblo en esa encomienda y comenzaron a detener a personas que consideraban que habían cometido delitos, desde robos hasta otros relacionados con el crimen organizado. Fue hasta la captura del síndico del PRI, Armando Patrón, por parte de la policía comunitaria que las fuerzas federales se movilizaron para detenerla a ella y liberar al político. La solidaridad de su esposo desde EU para mantener vivo un movimiento que pedía su libertad y la ayuda de legisladores del PRD y políticos de Morena, le favorecieron para quedar libre con la advertencia de que debía irse del país, a Seattle donde tiene su residencia y no volver a México. Seguí entrevistándola por Skype y otras veces la vi en persona porque el perfil que elaboré se convirtió en un proyecto de libro. Parece que nada impedirá que esta vez vuelva a su país como senadora de Morena.