Morir es volverse un recuerdo siempre presente en tus cosas más preciadas. Es dejar un hueco, ya no escuchar esa risa, esa voz que te alertaba.
Nunca he compartido públicamente esto, pero con motivo del Día de Muertos quiero dedicar esta columna a mi padre. Hace 14 años un segundo infarto fulminante se lo llevó para ser silencio perpetuo. Estaba terminando mi noticiero de la mañana cuando me avisaron de su muerte. Yo vivía en Houston y él en Los Cabos, su paraíso.
La primera vez que nos llevó allí, siendo muy niños, decidió que ése sería el lugar en el que se retiraría; y lo cumplió. Lo enamoró la mágica mezcla del desierto y el mar que, entonces, aún era muy virgen. No había nada más que el mar, su amado mar, ese que podía contemplar por horas sentado a la sombra de una palapa, hipnotizado por su sonido, mientras leía un libro, o varios. Tanto lo seducía que siempre dijo que quería ser mar cuando ya no fuera carne y huesos.
Llegar a despedirlo fue lo más lacerante que he vivido jamás. Tuve que tomar varios vuelos para despedirlo y corroborar que era verdad su partida. De avión en avión parando en Dallas, en Phoenix y finalmente en Los Cabos no dejaba de preguntarme “¿dónde estás, papá? ¿ahora qué eres?”. Enloquecía pensando cómo sería su nueva forma física y, sobre todo, si en esa nueva dimensión y materia se acordaría de mí y me seguiría queriendo.
Casi 12 tortuosas horas entre aviones y aeropuertos me costó llegar. Era cierto. Allí lo vi por última vez, grande como era, los ojos cerrados, su eterna barba bien afeitada, una camisa blanca y una sonrisa de que se había ido en paz.
Al día siguiente le rindieron un homenaje y luego fuimos en un yate a hacer lo que él siempre pidió. Llegamos cerca de los arcos de la playa del amor mis hermanos y mis tíos Rosario y Enrique que nos acompañaban. Tomé un puño de él, le dije unas palabras y lo solté al azul profundo. Cada uno hizo lo propio.
Desde la embarcación mirábamos cómo papá era una especie de nebulosa que no se diluía en el agua, estaba flotando allí, mientras la marea se apoderaba lentamente de él, ¡nos lo arrancaba! y yo sentía que con él se iba una parte de mí. Miré mis manos y se me habían impregnado sus cenizas entre las uñas. No me las quise lavar durante horas porque pensaba que de esa manera atravesaba mi piel. “¡Maldita marea, no pudiste arrancármelo!”, pensaba.
Al tiempo me resigné; sus últimos granos de existencia no penetraron mi piel, me lo quitó la marea ¡vaya despojo!; y sí, tengo su inmortal silencio, pero también lo que más vale: su sangre corriendo por mis venas y bombeando mi corazón EN CADA LATIDO.
Por ATALA SARMIENTO
@ATASARMI