Temporada de caderas

Se nos volvió a pasar la fecha. De habernos acordado antes, lector, le habríamos avisado con varias semanas de anticipación sobre la importancia de planear una visita a Tehuacán durante el mes de octubre. Por nuestra parte, tendremos que dar otra vuelta al sol para cumplir parcialmente con la promesa que nos hicimos hace ya varios años, todavía con las comisuras de la boca adobadas, tras visitar por primera y única vez la Hacienda Doña Carlota en Tehuacán: ir cada año a darnos un festín de mole de caderas. Aquella vez, visitamos la hacienda por un encargo periodístico sin realmente saber qué esperar. Nos bajamos del camioncito y vimos a unos jóvenes chivitos pastando. Mientras observábamos con ojos de emoticón a los bebés, nos explicaron que la preparación del mole de caderas toma muchos meses; la receta del platillo comienza desde que el chivo está vivo: su alimentación y la forma de vida que llevan es todavía más importante que los ingredientes que se utilizan para hacer el mole. Aunque estos piochudos mueren jóvenes, gozan de una muy buena vida antes de acabar en nuestros estómagos, o al menos eso nos hizo creer Íñigo, el dueño de la hacienda, conforme nos acercabamos al matadero. “Antes los chivos se mataban a palazos, pero ahora ya ni les duele”, nos confesó como para tranquilizarnos y, al llegar al matadero, nos hizo una demostración: jalaron a un chivito de los cuernos y, antes de que siquiera pudiera balar en protesta, le pegaron con una pistola de shock en la cabeza: su cuerpo inerte todavía latigueaba por efecto de la electricidad mientras avanzaba colgado de un gancho por la cadena de producción, en la que en menos de dos minutos le sacaron las entrañas, lo desollaron y trocearon para su fácil consumo. Íñigo nos explicó con orgullo sobre el proceso eficiente y misericorde con el que se trata y mata a miles de chivos diariamente durante la temporada de matanza. Por nuestra parte, salimos del matadero pálidos, salpicados de sangre y jurando volvernos vegetarianos. Nuestro juramento duró lo mismo que el corto camino hasta el restaurante Mi Lupita. Un aroma especiado nos sedujo desde fuera y entramos ya con las papilas gustativas haciendo efervescencia. No pasaron ni cinco minutos cuando ya estábamos sentados frente al aromático plato de mole de caderas, sopeando tortillas hechas a mano, sorbiendo y limpiando hasta los huesos de los restos de carne y caldo. Salvo por algún itinerante “no mam…”, no dijimos nada hasta terminar. Entonces nos miramos aún con las pupilas dilatadas en éxtasis carnívoro y nos lo prometimos. Desde entonces, cada que llega la gran luna de octubre (gigante y rojiza como cazuela de mole de caderas), corremos al calendario, nos damos cuenta: una vez más vamos tarde a la cita; una vez más, nos queda un año por esperar.