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Sólo páginas

Es hora de ser honestos: visitar bibliotecas mientras se turistea es estúpido: es perder tiempo entre libros que cambiaron el rumbo de la humanidad

OPINIÓN

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Es de ñoños festejar como sitio turístico una biblioteca, y acaso también de mamones. La verdad es que todas la bibliotecas son lo mismo: estantes interminables, páginas polvosas que algún terco guardó por demasiado tiempo (vaya desfachatez, en tiempos de internet). Así como cualquier platillo, por más delicioso, alcanzará el mismo marrón destino, toda biblioteca, por más antigua o rara o bella, siempre será solamente un edificio poblado de olvidos: palabras escritas para la eternidad que se diluyen en la nada, igual que verbos en el oral aire. Seamos sinceros: no hay nada que ver en la Biblioteca Palafoxiana de Puebla, en los más de 45 mil libros de la primera biblioteca pública de América, nada en los tres pisos todos de madera. Sobre todo porque recuerda a la de Strahov, en Praga. En ambas se repiten la cámara larga, el techo curvo, los globos terráqueos, planetas mínimos que habitan el vacío entre grafías; la diferencia es que la de allá tiene techos que podrían adornar un museo sin hacer escándalo. A las bibliotecas largas habría que agregar la del Palacio de Chantilly. Bah: es idéntica a las otras dos, salvo por la vitrina que, en el centro, muestra el manuscrito iluminado de “Las muy ricas horas del Duque de Berry”, considerado el más importante del siglo XV. Un libro cualquiera, se entiende: solamente páginas. Con ilustraciones que son perfecta bisagra entre el arte medieval y el renacentista, pero páginas y ya. Quienes fingen gusto por las bibliotecas suelen escudarse en esos ejemplares raros. Hacen la visita al Book of Kells, en la otrora divertida y beoda Dublín, para ver sus páginas, consideradas la cumbre del arte tipográfico insular de la Edad Media. O justifican el recorrido por la madraza Mui Muborak, en Uzbekistán, para ver el Corán del califa Osmán, considerado la fuente original de ese libro sagrado, aunque el recinto no respete al turista: ¡ni siquiera permiten hacer fotos! En el mejor de los casos, los libros son fenómenos de circo. Está por ejemplo esta imagen (admisiblemente curiosa): un minúsculo calendario eclesiástico (del tamaño de dos pulgares) dispuesto mañosamente sobre un homiliario (que mide lo que la mesa de una familia moderna), en Matenadarán, el recinto de Ereván que guarda los más antiguos escritos armenios, un enorme edificio custodiado (¡además!) por esculturas atlánticas de Mesrop Mashtots, el lingüista que creó el curioso alfabeto local, y seis de sus compinches. Nada: ir a ver páginas, páginas sobre más páginas. Es hora de admitirlo: visitar tales recinos no es otra cosa que abonar lo intangible, y por tanto lo ridículo. Ya lo dijo Borges (¿se puede hablar de libros sin hablar de Borges?): el libro es una extensión de la memoria y la imaginación. ¿Quién quiere viajar para extender cualquiera de esas dos cosas?