El otro día el conductor de un Uber me preguntó el origen de mi nombre. Hubiera podido hablarle de cierta influencia inglesa, pero al compartirle mi teoría del contagio desde Centroamérica, donde abundan los nombres con W, me interrogó si me sentía incómodo con él, algo que nunca me habían preguntado.
Le contesté que me gustaba llamarme como mi papá, algo que tiene que ver con un sentimiento más que con la racionalidad y los conflictos que me han acarreado no solo mi nombre de pila, sino mi primer apellido.
Mi nombre debo deletrearlo a menos de que desee que garabateen William o Gulliver, o lo escriban con G o sin T al final. De niño me decían que me llamaba como el caballo Wilbur, a lo que respondía que ese era el nombre del humano propietario de Mister Ed.
El apellido se vuelve todo un lío aun cuando aclaro que se escribe como una sola torre, pero es común que termine multiplicado como en el recibo del agua, en donde soy el cliente Torres. Ni qué decir de que una pifia en apariencia inocua como cambiar una letrita puede provocar un conflicto en los océanos de la burocracia institucional.
Los nombres propios y los apellidos no suelen ser un tema de discusión o de conversación. ¿La corrección política también asentó sus reales aquí? Casi nadie inquiere o trae a cuento los avatares que rodean nuestros nombres. Si antes nos llamábamos como nuestros padres o abuelos, ahora la delicada misión de nombrar a un recién nacido tienen que ver menos con nuestras raíces y más con nuestro entorno: personajes, nuevas modas, amores, ídolos en auge y cosas inesperadas como empezó a suceder hace tiempo cuando la identidad de una persona era extraída de la letra chiquita de las hojas del calendario.
Los años que viví en Estados Unidos escuché los nombres más curiosos, extravagantes, originales y raros. Niñas llamadas Princesa Diana, Apple y Disney Landia y varones nombrados Usnavy, Maicol Yordan y el ya no tan sorprendente Aniv de la Rev (la letra chiquita del calendario).
Pero los años pasaron y llegaron nuevas modas y generaciones con otros puentes, tendencias culturales y sociales y rasgos determinantes en el destino final de un nombre.
En la edad temprana del siglo XXI ya no es común llamarse María, Carlos, Alfonso o Carmen, pero entre los paisanos en Estados Unidos se puso de moda llamarse Karmen con K. Llegaron los niños llamados Floyd, Joseiris, Aksel, Tarek o Alijah, y niñas registradas como Stephanie Elektra, Ainhara, Iztak y Jazahny.
El nombre Princesa Diana perdió fuerza en el imaginario y en las actas de nacimiento ha comenzado a repetirse uno más actual y afamado: Khaleesi Princess.
Al final, le dije al joven conductor del Uber, soy un tipo afortunado. Mi nombre es original (mientras más alejado me encuentre del sureste mexicano) y me gusta si pienso que pude haber sido nombrado en honor de mi bisuabuelo Herculano.
Domingo 8 de Diciembre de 2024