No olvides mirar hacia arriba

Cuando era muy niña solía subir a la azotea de mi edificio y simplemente acostarme a ver el cielo. Si era noche, a veces alcanzaba a ver alguna estrella, suspiraba e imaginaba que tal vez del otro lado de ese espejo azulado que comprende el cielo alguien miraba de la misma forma hacia mí, sin saber que ahí me encontraba volteando hacia él.

En otras ocasiones he hablado de cómo al ser pequeña me encontraba anhelando tener un papá abogado que usara traje, corbata y portafolio, cómo deseaba a modo de encajar rodeada de seres menos especiales.

Muy pronto perdí a mi madre y lo puse todo en perspectiva. Pertenezco a esa mezcla de libros y cuadros, soy la hija de ese pintor idealista culpable de mi adoración por las estrellas. “No olvides mirar hacia arriba”- decía mi padre, que suele a la fecha llamarme “estrella blanca”- e insistía en que la gente que nunca voltea hacia arriba se perdía de los tesoros más preciados que la vida nos regala.

Uno crece y olvida, se confunde y se cree que hay que llegar más rápido y más exitoso a algún punto, aunque no tengamos idea cuál o para qué, aunque en esto jamás hayamos encontrado alegría alguna.

Y cuando digo alegría lo digo categóricamente, y pretendo separarla de la felicidad, ese concepto de tarjetas de Walmart con dibujos burdos que pretenden seas “feliz” porque es tu cumpleaños, Navidad o 14 de febrero y nunca te dicen porqué. Y la verdad es que no existe porque no hay manera de que sea real porque esa felicidad tan festejada y perseguida en esta era, al venir de fuera me parece tan irreal como personales los mensajes de dichas tarjetas. La alegría es por eso el término que empleo, esa sensación independiente, benévola y personal que proviene del interior. Precisamente la que se olvida en un día de correr y perseguir los sueños adoptados por una sociedad que te pide aparentar, triunfar y a la par ser feliz. Y si no lo eres, por lo menos emplear el arsenal de aplicaciones y redes sociales para parecerlo, para ser, aunque sea en el exterior ese producto “amigable” que genere empatía digital y distante entre personas que en realidad no se conocen y probablemente no les interese conocerse.

En mi último viaje tuve la oportunidad de ir al observatorio de Los Angeles y entrar al planetario en el que se proyectó una breve, pero conmovedora historia de la relación entre las estrellas, el hombre y la manera en que este vínculo ha generado alegría e identidad en los hombres de todos los tiempos. Realmente me conmovió, bajo ese cielo artificial del planetario colmado de estrellas algo en mi corazón se movió... un recuerdo lejano en el que mi verdadero nombre es “estrella blanca”, mi ocupación “observadora del cielo desde azoteas” y la alegría más honesta de mi ser la de dejarme estar conmigo misma, en mis pensamientos, en mis estrellas y mis nubes, en la sensación de que no tengo que llegar a ningún lugar o ser de ninguna forma. Ahí en mi memoria supe quién soy y de qué estoy hecha...de partículas de estrellas y la alegría sencilla que produce acercarse a lo que realmente somos, en esencia.