Estremecimiento

El toreo a la mexicana es una formidable aleación de lentitud y esencia, en la que los cánones suelen ser avasallados por el sentimiento. Los toreros de sentimiento son los que más hondamente nos llegan al alma, los que despiertan la emoción y la pasión de los diletantes. Las experiencias que forjan el carácter, llega el día en que inevitablemente afloran al torear. Por ello, el hombre que ha sufrido se desgarra toreando y encuentra en ese ejercicio un quejido sin palabras, un desahogo a través de su fundición con el toro. Estos maestros son capaces de llevarnos a un estado purificante a través de la experiencia sensorial, del mensaje sublimado de su interpretación del toreo. Con esa propuesta que le viene en la sangre, Jerónimo gozó el domingo pasado en la Plaza México con el único toro potable del bien presentado y complicado encierro de Caparica. Los toros de esta ganadería mexiquense tuvieron el comportamiento propio de su edad sobradamente adulta. Continuador del sentimiento y el barroquismo de Silverio, de Capetillo, del Ranchero, de El Callao, de El Pana, Jerónimo sabe que el toreo utilitario pasa como una exhalación y no perdura. Pases muy largos con sello y expresión dio el elocuente artista capitalino, que sale a la plaza a sentir y hacer sentir. Tres son, a juicio del sobrino nieto de Jorge Aguilar, los factores que definen el toreo a la mexicana: enganchar la embestida adelante y despedirla lo más lejos posible (“desde aquí hasta allá”, que se dijera con motivo del toreo de Capetillo); imprimir una gran intensidad en cada muletazo y sentir a México para luego interpretarlo. Explica que es importante conocer las tradiciones, la música, la vestimenta, la charrería que practica frecuentemente y el sentimiento característico del poblador de este solar, “empaparse” de lo mexicano pues, para poder luego torear de esa manera única en el mundo. Y si la conexión de Jerónimo con la sensible afición capitalina fue realmente extraordinaria, la firmeza de Juan Pablo Llaguno llamó la atención sobremanera. Los dos toros de su lote representaron una dura prueba para el chamaco queretano, que venía de una tarde aciaga en La México con los toros de José Julián Llaguno. Necesitaba recuperar la credibilidad perdida, ya no del público, sino la de él mismo. Dejó en claro que, además de gusto artístico, atesora valor del bueno. No se arrugó ni cuando voló por los aires, prendido por el tercero de la tarde. Al aterrizar, se llevó dos coces brutales en la cara. Paliza de órdago y raspones por todo el cuerpo. Llaguno tuvo el gesto de brindar su segunda faena a Jorge Gutiérrez, quien se encuentra delicado de salud. Más discreto pero no menos meritorio fue el paso de Antonio Lomelín Orozco por el ruedo capitalino, en el que confirmó el doctorado 50 años después de su padre, el bronco personaje que se tiraba clavados en el inmenso acantilado de La Quebrada de Acapulco, para sumergirse en la gran pecera del Pacífico, antes de abrazar la profesión de torero con un valor espartano. Muchos toros necesitará Toño para poder empezar a competir.