En agosto pasado, José Antonio Meade ya estaba metido de lleno en la misión de ganar la candidatura del PRI. Compartió ese anhelo con su familia y sus principales aliados y transmitió al líder del Senado, Emilio Gamboa, la idea de que el panista Ernesto Cordero, ex compañero del ITAM y con quien lo une una sólida amistad, fuera electo líder del Senado.
Meade discutió con Gamboa un plan para elegir a Cordero con los votos de los senadores del PRI y un núcleo de panistas muy cercanos. Contaba con la anuencia de Los Pinos.
La decisión tenía como propósito dividir al PAN y propinar un duro golpe a la dirigencia de Ricardo Anaya, líder del partido albiazul.
Meade y su equipo estaban convencidos de que al tiempo de que daban pasos firmes hacia la candidatura, debían desarticular, desmovilizar o destruir a Ricardo Anaya.
Inmersos en la mística Meade, una sólida formación académica y una forma metódica de discusión y planeación, todos a su alrededor tenían una convicción: su jefe, un animal político brillante, metódico y carismático, era capaz de vencer sin problemas a Andrés Manuel López Obrador, pero antes debía deshacerse de Anaya.
En el Senado el plan se llevó a cabo. Cordero fue electo y Anaya recibió un golpe político brutal. Pero Meade y su gente nunca previeron que Anaya respondería aliándose a las bancadas del PRD y de MC para mantener en vilo la instalación de la Cámara de Diputados, a unos días de recibir el presupuesto. El hachazo se les convirtió en bumerán.
El tropiezo del plan A propició un plan B, también ideado por Meade. Dos fuentes de Los Pinos me confirmaron que el secretario de Hacienda recibió autorización del presidente Peña para intentar una negociación en el Congreso. Meade, un negociador curtido en las viejas formas de lograr la aprobación de los presupuestos por medio de ofertas a los opositores a cambio de votos, comió con Cordero el 5 de septiembre y se encerró dos días con su equipo de negociadores para tratar de convencer a los diputados opositores de sumarse al PRI para instalar la Cámara.
No lo logró. El plan inicial se salió de control y provocó uno de los peores escándalos para el presidente Peña y el PRI, que acorralados por la sociedad civil y la oposición se comprometieron a no imponer un fiscal. Solo entonces se instaló la mesa directiva y se recibió el presupuesto.
¿Para qué le sirvió a Meade la elección de Cordero? Para nada y a un precio muy alto. Ese golpe, junto con la controversia del fiscal, precipitó lo que no había sucedido: la alianza entre PAN, PRD y MC, un bloque legislativo que le dio cuerpo y alma al Frente de Anaya, que no había logrado despegar.
Ese instante –esa derrota– se le ha convertido a Meade en un dique muy pesado. La pre candidatura de Anaya le cambió la ecuación de la elección de manera dramática y esto se advierte en una campaña con un candidato desdibujado, una estrategia incierta y una narrativa que a Meade solo le alcanza para soltar arengas al paso y asestar unos golpes sin punch y con un alto riesgo de contragolpe de sus dos adversarios. El problema es que corre detrás de ellos para responderles.
Si Meade quería presentarse como un candidato ciudadano no necesitaba un título del INE, sino construir un diagnóstico y un discurso crítico de país y apostar a su fuerte, las propuestas, para convencer a los electores de que es honesto y de su experiencia en el gobierno. No lo está logrando.