Creo que todos podemos recordar estar sentados viendo nuestra película favorita cuando éramos niños, y morir de miedo o de rabia al ver aparecer al villano de la historia, ese que bien podía ser un monstruo, una bruja, un dragón o simplemente una horrorosa persona que irónicamente solía ser muy audaz y con poder desmedido para la maldad.
Ese ser... el villano, era el culpable de todo: de separar a dos enamorados, tener en guerra a un pueblo entero e incluso de desvirtuar a la más inmaculada princesa.
Y de hecho nos enseñaron a identificarnos con la princesa, que, por cierto, la pasaba fatal y siempre estaba a merced de todos... y de hecho nos enseñaron también a tener un villano en nuestra historia, o como nos pasa a mucha gente tener varios o coleccionarlos.
Porque si lo pensamos bien, no hay poder capaz de separar a dos enamorados, ni existe el elíxir de odiar a los semejantes. Los monstruos, las brujas qu nos vamos escribiendo en el camino son sólo personas, pero si vamos un poco más allá de eso y somos honestos... qué bien se siente tenerlos, mitificarlos y usarlos de pretexto para no tomar las decisiones y acciones que nos corresponden.
Por años tuve dos villanos: las monjas y mi abuela. Aferrarme al mito de que eran “malas” era casi parte de mi identidad y mi desagrado, la excusa perfecta para no crecer. Ambas simplemente pensaron distinto a mí, completamente distinto, y actuaron en consecuencia.
El año pasado escribiendo tanto sobre princesas y su codependiente relación con los príncipes, sentí que algo faltaba por ser descubierto para mí, me desenmascaré pretendiendo hacer sátira de un prototipo femenino que es víctima cuando yo estaba haciendo exactamente lo mismo... no con un príncipe, con mis villanos.
Pensé que, si quería el tipo de historia en el que tomo el corcel y me salvo sola, lo tenía que hacer en realidad.
Liberando más fácil mi aversión por las monjas entendiendo sólo la diferencia de ideologías, decidí enfrentar al villano mayor: mi abuela.
Sé que no suena atemorizante, pero para mí era un miedo y dolor atorado por más de 15 años que la convertían en un dragón de mil cabezas.
Fui a su búsqueda, a su cacería y lo que encontré fue aún más imponente: encontré la raíz latente de mi existencia a la espera de lamer mis heridas y al hacerlo entregarme un amor que casi duele al saber que malentendidos, discusiones y dolor me habían privado de él.
Dicen que la venganza es dulce y quien lo dice no ha probado el liberador y sublime sabor del perdón.
Los villanos no nacen de la nada, nacen del miedo infinito de enfrentarnos con nosotros mismos.
A todas las princesas y príncipes que desean salvarse a sí mismos, he aquí la conclusión de mi cuento: tomen una goma y borren al villano, pero para hacerlo tendrán que enfrentarlo con humildad, virtud y perdón. Columna anterior: La respuesta que no pude washa washear