Nadie ha inventado un piropo para los aeropuertos, que pueden ser la cosa más fea del mundo. Un aeropuerto es la antesala de nuestras ilusiones más próximas y uno de los fiascos y dolores más grandes del mundo.
Esta noche de jueves el aeropuerto de la Ciudad de México nos recuerda por qué los odiamos: entras sintiéndote victorioso porque llegaste a salvo del tráfico de quincena y te encuentras con un ejército desvalido de viajeros inertes, desorbitados, castigados por el clima, pero sobre todo a merced de las señoras aerolíneas.
Si una fila es suficiente para hundir a cualquiera en un estado de desazón, cuatro de ellas son la bienvenida a la locura.
“Señorita, no pude documentar en las máquinas”…
“Fórmese en la última fila”.
“De ahí vengo”.
“Ve a la otra”.
“Tu vuelo sale en dos horas. Mejor ve allá, con los pasajeros de los vuelos próximos”.
Culpar al clima será siempre un buen pretexto cuando el caos invade a un aeropuerto. Pero ¿las lluvias históricas son culpables de la liviandad de las líneas aéreas? La sala de Aeroméxico en la terminal 2 es una muestra de esa ligereza: 12 empleados, seis de un lado y seis del otro, para atender lo que a estas horas ya es una turba impaciente y molesta de tal vez medio millar de personas.
Le pregunto a un empleado, un joven que sonríe en medio del caos, si cree que pronto vendrán refuerzos para que podamos alcanzar el mostrador al que no hemos llegado en tres horas.
“No tenemos más gente. Es lo que hay”, responde el chico y recuerdo cuando era niño y viajar en avión era una maravillosa curiosidad de sonrisas y cortesías, una tropa eficaz en tierra y delicias en el aire.
Pero este jueves un señor con traje gris y aires de jefe llega trotando y ordena: “Todos ustedes, síganme”, y lo seguimos. Salimos de la Sala L2 y nos lleva a la L3. “De aquí saldrán rápido”, anuncia. Le creemos. Sonreímos. Es la falsa ilusión del que ansía volar y termina anclado en tierra.
Unos gritos violentos nos despiertan del ensueño. Son muchas personas y vienen en tropel detrás de un empleado. Entre el alboroto, un hombre con cuerpo de futbolista vocea:
“¡Sepan todos que Aeroméxico acaba de cancelar un vuelo, por segunda vez, a 150 personas! Detrás de la turba entran cinco policías. Dos ejecutivos japoneses se miran consternados.
“Lo peor es la incertidumbre”, dice un señor con bigote blanco: perdió dos vuelos atrapado en las filas como tentáculos y no sabe si llegará al mostrador a tiempo para alcanzar un tercero que tuvo que pagar con una multa, encima de todo.
No es solo el clima. Es la falta de decencia, que después de todo es encanto, esa virtud que las aerolíneas perdieron el día en que dejaron de recibirte como en casa y se convirtieron en un negocio de traslados.
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