La Meca del turismo

Hace muchos años, una madera podrida o una costilla rota eran capaces de movilizar pueblos enteros. Las reliquias no eran más que viles objetos fraudulentos, pero son muestra de que una buena idea con poder simbólico mueve mucho más que sólo montañas: la gente peregrinaba durante meses a iglesias remotas para adorar la chatarra de algún gañán, pretendiendo expiar sus pecados, pedir por el bien de alguien o por simple éxtasis religioso. Hoy el Papa Francisco es el Justin Bieber de las viejitas, pero ir a ver los restos de San Juan Bautista hace 500 años debe haber sido como ir a Coachella en estupefacientes. Hoy viajamos por razones muy distintas: trabajamos de sol a sol soñando con los escasos pero gloriosos seis días de vacaciones al año. Verdaderos momentos de contemplación espiritual que cada quien utiliza como mejor puede: hay quienes deciden purgar su alma desde su cama comiendo Cheetos y viendo un partido de futbol, otros viajan a alguna playa cercana a hacer un ritual cambio de piel, pero aquellos que llegan a sumar más de 10 días de contemplación, eventualmente visitan algún sitio capaz de generar verdadero éxtasis turístico. Tal es el caso de París, tierra santa de los vacacionistas. Aunque ya no peregrinamos de rodillas azotándonos la espalda hasta sangrar, gastamos el dinero de nuestro aguinaldo y muchos meses más de sudor, y volamos miles de kilómetros para hacer un picnic bajo esa pila de varillas enredadas que más parece una vulgar torre de petróleo que el monumento más representativo de Francia. Si bien la Torre Eiffel no es la obra de ingeniería más revolucionaria que haya visto la humanidad, es el símbolo ideal para informar vía Instagram que hemos pisado el paraíso. Es igual de importante tomarnos una selfie con ese pardo retrato frente al que se arremolinan cientas de personas cada minuto en el Museo de Louvre, no importa si la Mona Lisa no es la obra más bella, compleja o grandiosa de Leonardo da Vinci: aunque ignoremos de dónde viene su grandeza, confiamos con fe ciega en que algún misterio esconderá y la reverenciamos tomándonos la molestia de nadar entre la marabunta, dando de codazos con tal de obtener evidencia de que estuvimos cerca de la sacra imagen. Ponerse una boina, caminar con una baguette bajo el brazo, tomar café frente a las Tullerías, poner un candado en el Pont des Arts: palomitas en la lista de falsas reliquias que se tienen que visitar antes de morir en la rutina del 9-a-5. El único objetivo de la vida laboral es la salvación del espíritu a través de las vacaciones. Fantasear con las hermosas y lejanas calles de París nos hace olvidar nuestra monótona realidad y a aspirar por unos cuantos días vivir en ese paraíso terrenal que París no deja de ser para los viajeros, con o sin falsas reliquias. Columna anterior: El mundo no es nuestro parque de diversiones --- Sobre los autores Carlota Rangel y Ruy Feben son otra clichetera pareja que está dando la vuelta al mundo. Sólo que ellos son mexicanos, escritores, y recorren los diferentes destinos del planeta para visitar tanto los sitios más estereotípicos como los secretos mejor guardados. Desde allá envían sus hallazgos en esta columna y publican postales fortuitas en su blog, senaleshumo.com.