Nos gusta pensar que la historia es la escuela de la humanidad en la que ésta aprende de sus errores y los supera para construir sociedades mejores y más justas; optimismo basado en el deseo, no en la evidencia. Ni siquiera las dos guerras mundiales del siglo pasado resultaron vacuna efectiva contra el resurgimiento de ultranacionalismos ¿Por qué entonces sorprenderse de que cierta izquierda no haya sacado ninguna lección de la caída del Muro de Berlín y vuelva a tropezar con el culto a la personalidad y el empoderamiento de burocracias autoritarias?
El llamado “socialismo real” significó la negación de los ideales que inspiraron las revoluciones que prometían mejor vida para los desposeídos. Se demostró que sin libertad y sin democracia tampoco hay justicia. En esas sociedades había, como diría Orwell, “unos más iguales que otros” que acabaron sometiendo a la mayoría y que justificaban su poder represor con la retórica demagógica y panfletaria de la lucha contra enemigos internos y externos. Venezuela nos demuestra que a algunos en la izquierda les pasó de noche el fracaso de ese experimento fallido.
En Morena hay defensores exultantes del régimen de Nicolás Maduro y respaldan el golpismo que éste dio a la Asamblea Nacional de mayoría opositora. Baste ver las apologías del chavismo que ha hecho Yeidckol Polevnsky, Secretaria General de ese partido, así como Héctor Díaz Polanco, presidente de su Comisión de Honestidad y Justicia. Por cálculo electoral, de manera vergonzante se escudan en “principios” de la política exterior del viejo priismo para no pronunciarse institucionalmente frente a violaciones al orden constitucional y a los DDHH en Venezuela. Olvidan que la mejor tradición de izquierda es el internacionalismo.
Aquí lo fundamental es el valor que se le da a la democracia y a las libertades, si se acepta que la voluntad de la mayoría pueda poner y quitar gobiernos, y si se respetan los derechos de disidentes y minorías. No es demócrata quien sólo acepta las reglas democráticas cuando le convienen y estando en el gobierno niega todo lo que exigía y disfrutaba siendo oposición.
Es empoderando a los ciudadanos con mecanismos de participación ciudadana, acabando con privilegios económicos y canonjías, acercando las decisiones que les interesa a las propias comunidades y garantizando las libertades de expresión y organización, así como la vigencia plena de los DDHH, como nos podemos acercar al ideal social por el que vale la pena luchar.
Los mexicanos decidiremos en 2018 si la salida al cúmulo de crisis que nos agobian es fortaleciendo al presidencialismo con un líder popular, magnánimo y justiciero, constituido en árbitro supremo, o distribuyendo el poder en lugar de concentrarlo, estableciendo controles, contrapesos, equilibrios y mecanismos de rendición de cuentas. La izquierda que cree en la democracia no puede dudar. De Venezuela podemos aprender.