La panga motorizada corría furiosa sobre las aguas de Celestún. Los tripulantes sosteníamos sombreros, cámaras y bolsas, pero el conductor parecía controlar desde la popa incluso el viento que le pegaba en la cara. Tras varios zigzags sobre las olas de otras lanchitas, por fin nos señaló el plato fuerte de la reserva de la biósfera: la fantástica colonia de flamencos que pinta la ría de noviembre a abril.
“Hasta aquí podemos acercarnos, es para proteger a los animalitos”, nos dijo el lanchero, y tras una pausa (podría decirse: dramática), continuó: “o, si juntan ustedes el presupuesto, a lo mejor podemos acercarnos un poquito más…”.
Antes viajar era un evento: vestirse de gala para el avión, quedarse en hoteles de pompa, dejarse tratar como un dios recién aterrizado, exigiendo los más exóticos lujos. Si bien hoy viajar se parece más a ir en pants en un avión low-cost a un hostal que incluye desayuno medianón, hay cosas que no han cambiado tanto: los huéspedes seguimos deseando acceso total a nuestras fantasías; los proveedores de servicios turísticos piensan aún que deben satisfacernos a toda costa. El turismo es una industria (diremos cursimente: una fábrica de sueños) y, como tal, tiene el potencial para contaminar el entorno si no hay un equilibrio.
Nuestro lanchero vivales, más que un pendenciero casual, es producto de las tensiones de esta industria. Si ofrece la posibilidad de poner en peligro el ecosistema de los flamencos es porque, en ese “extra”, él no ve un daño, sino la extensión de un servicio. Peor: porque, sobre las aguas de la ría, seguro muchos turistas le han pagado por tener esa aventura, esa #ExperienciaÚnica.
De turismo responsable se habla y se hace mucho, pero la idea ha mutado: primero fue consumir productos locales, luego el no participar en actividades que puedan agredir ecosistemas (¿esa foto que te hiciste en 1998 montando un elefante en Tailandia? Not cool); ahora se habla de un estudio de las universidades de Lund y British Columbia, que asegura que volar sobre el Atlántico es la tercera cosa más dañina que le haces al planeta; se habla también de ser un viajero responsable no sólo con la naturaleza, sino con la cultura y la historia.
Esa responsabilidad está mucho más allá de una serie de reglas: el mundo, contrario a lo que nos hacen creer montón de anuncios e influencers, no es nuestro parque de diversiones. Ese memorial donde quieres hacerte una sexy selfie representa la muerte de alguien; esa montaña tan bonita en la que quieres acampar es hogar de decenas de especies que no aprecian la basura que queda tras una fogata. Dicho de otro modo: la historia del planeta y de sus animales, de sus culturas y sus gentes, es mucho más que la antesala de una foto perfecta, aunque creamos que el “presupuesto” nos alcanza para otra cosa.
Columna anterior: Desayunos de campeones