Crisis política en Israel

El pasado 9 de agosto, ante miles de fervientes seguidores en Tel Aviv, el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, atacó en un discurso a “los medios” y “la izquierda”. El motivo: estar bajo investigación policiaca (con su exjefe del Estado mayor dispuesto a atestiguar en su contra) por supuestos de soborno, fraude y abuso de confianza. La saga se intersecta con varias críticas que se le han hecho a Netanyahu a lo largo de su larga trayectoria política. Miembro del Partido Likud (derecha), Netanyahu fue nombrado al cargo por primera vez en 1996 luego de vencer a Shimon Peres, candidato del Partido Laborista (centro-izquierda). Dejó el poder en 1999 al ser derrotado en las urnas por el laborista Ehud Barak. En 2009 volvió al puesto de primer ministro, fue reelegido en 2013 y luego en 2015, lo que hace de Netanyahu el único primer ministro, desde David Ben Gurión (1948-1954; 1955 y 1963) que más tiempo ha durado en el cargo. Israel, país con una población en torno a los 9 millones, responde a los cánones clásicos de la democracia: separación de poderes, pluralismo político, reconocimiento de la soberanía popular y las libertades fundamentales de todos los sectores de la sociedad judía. Sin embargo, más allá de esta mera constatación de conformidad con el modelo democrático, la estructura social y política de Israel, además de ser compleja, arroja una imagen problemática. Una de las razones es que, en el sistema político israelí, mantener la coalición frecuentemente se vuelve un fin en sí mismo, a la vez que una preocupación de tiempo completo. Primeros ministros como Menahem Begin, que controlaban muy bien su partido y que encabezaron coaliciones relativamente cohesionadas, eran ejecutivos poderosos; otros, en cambio, como Peres o Barak, perdieron el apoyo político y vieron caer sus coaliciones. En las elecciones legislativas de 2015, Netanyahu logró formar una coalición de 61 miembros del parlamento, el mínimo absoluto necesario para mantenerse en el poder. Treinta y tres provenían del Likud, el resto de ultranacionalistas o sionistas religiosos, así como de ultraortodoxos; algunos también del centro populista. Desde entonces se ha preservado sólidamente como una coalición de mayoría de derecha y extrema derecha. Que, por ejemplo, un líder ortodoxo o rabino se moleste por un recorte del presupuesto destinado a los estudiantes de escuelas religiosas, o que un colonizador se indigne por retrasos en la construcción de asentamientos en territorios palestinos, puede llevar a un miembro de esa mayoría a dar un voto negativo al gobierno o abstenerse y hacer que caiga. Netanyahu busca distraer la atención de la opinión pública hacia la arena política y regional. Además de desafiar al procurador del Estado y el fiscal general, explota el discurso de derecha versus izquierda. Se trata del terreno que más ventajas le ofrece, puesto que el país está dominado por la derecha, el fanatismo religioso va en aumento, el Partido Laborista está dividido y de socialista no parecería quedarle mucho, la izquierda apenas sobrevive. También recurre a temas regionales como Irán o acusando a la izquierda de querer sacarlo del poder para facilitar la creación de un Estado palestino. El Peace Index, una encuesta periódica que hacen la Universidad de Tel Aviv y el Israel Democracy Institute, lo muestra (2 de agosto). Esos y otros estudios indican el éxito que ha tenido Netanyahu en minar las instituciones del país, ensanchar la brecha entre los ciudadanos judíos y los ciudadanos árabes de Israel, y alimentar el odio y la desconfianza de los israelíes hacia los palestinos. Nada de lo que ocurre con el gobierno actual es aislado ni anecdótico. Este tipo de legados acosan la vida política y social de Israel, además de llevar consigo el germen de crisis regionales futuras.   Columna anterior: Jerusalén: cal y canto