Entre las pocas cosas que nos unen a todos los seres humanos, quizá la más sagrada es el desayuno. A todos nos gruñe la panza al despertar; se conoce a alguien sólo tras verlo ingerir (o no) la primera comida del día. Al menos eso ocurre con las culturas del planeta, tanto, que la vuelta al mundo que estamos dando parece más bien una exhaustiva cata de desayunos.
En las islas británicas la gente no empieza con chilaquiles, pero sí con un proper breakfast: huevos fritos, tocino, black pudding, tomate, pan tostado, té: todo para aguantar hasta la tardecita (o hasta que el colesterol infarte). En el resto de Europa, incluso el petit déjeuner francés, aunque no muy amplio (porque pues, petit), exige sentarse, untar el croissant, tomarse el cafecito, ver a la gente: el desayuno es ritual para que el mundo empiece a girar.
En otros lugares el esquema no cambia demasiado, y sólo incorpora felices elementos: en Bélgica, los waffles (gran invento, servir postre para el desayuno); en Amsterdam, esos ¿huevos cazuela?, con queso Edam; en Alemania no es motivo de escándalo pedir medio litro de cerveza a las 10 de la mañana. Si todo falla, uno siempre sabe que la primera comida justificará por sí sola el acto de salir de la cama.
O casi siempre.
Seremos cobardes, pero el mayor choque cultural de estos meses ocurrió en Sibiu, hermosa ciudad rumana. Tras muchas semanas fuera, añorábamos un desayuno como el de casa. Sabíamos que no sería fácil encontrarlo (el mundo no es un buffet, la vida no es una estación de huevitos al gusto), pero asumimos que habría al menos algún restorán gentrificado que sirviera huevos. Noticia para quienes planeen ir a Transilvania: no existe la idea de desayuno. Hay dos opciones: comer lo de cualquier otra hora (sopa de callos, polenta, etcétera), o detenerse en una de esas panaderías con mostrador a la calle en las que venden toda clase de bollos; esto es más común que lo primero. La parte central de Rumania es, a las 9 de la mañana, un espectáculo peculiar: gente caminando a toda velocidad, salpicando migajas desde las bolsitas de estrasa que llevan todos en la mano: el desayuno transilvano ocurre de maneras que no parecen humanas (evitemos, por ahora, la relación que esto pudiera o no tener con el chupasangre local).
Contar todo esto es simplificar: uno como viajero apenas ve una parte de la normalidad local. El desayuno es sagrado, y por tanto es en realidad íntimo (¿será que los transilvanos desayunan siempre en casa y eso explica su costumbre?), y difícilmente se entiende desde lo foráneo. O eso preferimos pensar cuando hace dos días, en nuestra primera mañana en Rusia, el hotel sirvió a las 7:30 am arroz y albóndigas. Vienen pronto Uzbekistán, Kyrgyzstán, Kazajistán: ya veremos a qué sabe allá la primera intimidad de la mañana.
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Sobre los autores
Carlota Rangel y Ruy Febén son otra clichetera pareja que está dando la vuelta al mundo. Sólo que ellos son mexicanos, escritores, y recorren los diferentes destinos del planeta para visitar tanto los sitios más estereotípicos como los secretos mejor guardados. Desde allá envían sus hallazgos en esta columna y publican postales fortuitas en su blog, senaleshumo.com.
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