La frase que nos destanteó fue: “el mole es lo peor que he comido en mi vida. Sabe a pies sucios”. Estábamos en una pizzería en Cluj, una pequeña ciudad en Transilvania; esperábamos ver vampiros, no escuchar un par de voces despotricando en un inglés de acento local contra la comida mexicana.
Sin embargo, ahí estaban, justo en la mesa de junto (vaya tino...), y con el mole apenas comenzaron un largo recorrido por varios monumentos de la gastronomía nacional: el chile (“¿por qué mezclar sandía con chile? Está bien comer uno y luego otra, ¿pero juntos?”), las micheladas (“arruinan cervezas medio decentes convirtiéndolas en sopas”), el coctel de camarones (que juzgaron “no tan malo”... salvo porque lo comieron en un mercado que olía “a pedo”), etcétera. Aseguraron que, en México, “la comida que no es picante es mediocre”.
Mientras tanto, nosotros comíamos una pizza horrible cuyos ingredientes incluían vegetales recién descongelados, y con las orejas devorábamos la conversación ajena.
A la distancia uno es siempre nacionalista: conforme la plática se regodeaba en la “Montezuma’s revenge”, nos encendíamos más. Notamos que en aquella mesa había una mexicana, que trataba de defenderse con cosas como: “pero el mole es un platillo ancestral…”, a lo cual los otros decían que lo ancestral no les parecía más que un horrendo masacote. Acaso por ella hablaban del tema y en un idioma común; estamos seguros de que supo que éramos compatriotas: entre chilangos nos conocemos las jetas.
Varias veces sentimos el impulso de decir algo. Que no se malentienda: todos están en su derecho de odiar el mole o el chamoy; y aunque ante eso nos hubiese gustado sugerir una degustación (para abrirle a los señores que han probado los pies sucios la puerta a un placer culinario que es patrimonio de la UNESCO…), no hubiera sido correcto: como dijera Benito Juárez, cada quien sus cubas. Sin embargo, algo real nos había molestado: acaso que sentimos que en la mesa de junto estuvo a punto de aflorar un comentario del tipo: “y por eso todos los mexicanos son unos depravados”. No sucedió, pero igual nos dejó pensando: ¿en qué momento ese disgusto por un aspecto de la identidad de un país evoluciona al odio a toda una cultura?
Es más: ¿es ese odio válido, si no se vuelve agresión? En este mismo texto, nosotros ya hemos criticado a la pizza de Cluj y nos hemos referido a sus habitantes como no-muertos chupasangre. ¿Es eso correcto? ¿Es eso chistoso? ¿Es eso agresivo ahora o cuándo comienza a serlo?
No sabemos si la compatriota que lidiaba con sus amigos se sintió agredida; nos fuimos antes de arrojar sillas. Acaso lo correcto hubiese sido levantarnos con toda calma, verla a los ojos y lanzarle un muy patriótico “provechito”, como quien dice: “no te apures: para nosotros también es ancestral”.
Columna anterior: Mínimo manual de etiqueta para el buen turista
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Sobre los autores
Carlota Rangel y Ruy Feben son otra clichetera pareja que está dando la vuelta al mundo. Sólo que ellos son mexicanos, escritores, y recorren los diferentes destinos del planeta para visitar tanto los sitios más estereotípicos como los secretos mejor guardados. Desde allá envían sus hallazgos en esta columna y publican postales fortuitas en su blog, senaleshumo.com.
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