Uno a uno y cada quien a su modo, los obispos mexicanos que han sido “destapados” como posibles candidatos a suceder al cardenal Norberto Rivera Carrera en la arquidiócesis capitalina de México han expresado en perfecto tono evangélico las palabras que el mismo Jesús dijo antes de su Pasión: “Padre, si es posible aparta de mí ese cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Por ejemplo, el arzobispo de Tlalnepantla, Carlos Aguiar Retes, quien lidera todas las quinielas de la sucesión de Rivera, comentó: “Yo preferiría, con toda honestidad lo digo, continuar en Tlalnepantla. Sé que la Ciudad de México es un gran desafío, y si a mí no me toca yo le doy gracias a Dios”. Algo parecido expresó el obispo de Morelos, Ramón Castro Castro: “Le pido a Dios, con toda mi alma, que no sea yo; estoy tan a gusto y contento que amo a mi esposa la diócesis de Cuernavaca”.
El arzobispo de Puebla, Víctor Sánchez Espinoza –el tercero en la terna que probablemente considere el papa Francisco para relevar a Rivera Carrera-, también sentenció: “Yo estoy tranquilo aquí en Puebla… desde luego nosotros vamos a donde nos pida la Iglesia y nos pida el Santo Padre servir”.
Y aunque no lo han expresado abiertamente, puedo asegurar que comparten el mismo pensar otros obispos que también se mencionan en las probabilidades sucesorias. En efecto, al final quien elija el Papa para ser el trigésimo sexto arzobispo de México no le quedará sino apechugar.
Y es que, a pesar de que el gobierno de la Arquidiócesis Primada de México parezca sinónimo de poder, lujo y privilegio, en el fondo es un verdadero. En cada rincón de esta diócesis, que es una de las más grandes y complejas del mundo, salta un conflicto por atender: ya sea por el estatus jurídico de territorios parroquiales (hay aproximadamente 1,200 templos católicos en la ciudad), por el cuidado y vigilancia de casi dos mil sacerdotes o por las múltiples relaciones institucionales que la Iglesia local debe mantener con autoridades, fuerzas políticas, medios de comunicación, centros educativos, organizaciones de la sociedad civil y líderes empresariales.
Sin pensarlo demasiado, menciono tres tareas nada sencillas que deberá asumir el nuevo arzobispo: el gordiano proceso de nacionalización de la Basílica de Guadalupe; la aparentemente imposible renovación generacional de ministros diocesanos ancianos y jubilados; y la delicada reparación de la relación con un presbiterio capitalino que reclama de su pastor cercanía, diálogo y accesibilidad.
Es decir, aquel que se “saque la rifa del tigre” como próximo arzobispo metropolitano de México será un peregrino que quiera acudir hasta el borde de la realidad y de las periferias humanas de la Ciudad de México, porque en este momento ya es lo que hace a ras de suelo de su propia diócesis. Y entonces las ternas de sucesores ya no se limitan a los obispos favoritos, sino a los últimos, los que por el momento pasan más tiempo en la terracería que bajo los reflectores.
*Periodista experto en temas religiosos
Lunes 9 de Diciembre de 2024