Los pueblos y ciudades son como seres vivos en constante evolución: nacen, crecen, se desarrollan, padecen acné y pánico social, se reproducen, etcétera.
Un pueblo no muy grande es como un perro: puedes ver fotos de cuando era un cachorro de calles chiquitas y puertos bebés; sabes dónde empieza y dónde está su cola; puedes acariciarlo y sentir que, tras jugar con él dos o tres veces, lo conoces; confías en él y confía en ti. Te vuelves amigo suyo porque dices su nombre y viene corriendo tras de ti.
Sin embargo, contrario a la lógica de la biología, mientras más desarrollado está un poblado, más parece un ser microscópico. Las grandes ciudades son como hongos, con raíces bien escondidas bajo la superficie; o como esos corales que comen por el ano y tienen sexo por los ojos; o como una colonia de bacterias, en la que cada ser microscópico hace cosas rarísimas si lo dejas solo. Basta ver metrópolis como Londres para entenderlo: más que un dócil perro, esta ciudad es como un cúmulo de protozoarios que conviven, se conectan y alimentan entre sí.
Bajo el microscopio, Londres es una ciudad obsesionada con la tradición, con costumbres un poco ridículas: todavía se usa el mismo modelo de taxi negro de hace un siglo, pero hoy es un híbrido que, salvo por la carcasa, ya no tiene prácticamente nada del original; a pesar de que la telefonía tradicional es obsoleta, todavía ostenta las prototípicas cabinas rojas, que ahora fungen como hubs de wi-fi; las fastuosas fachadas neoclásicas albergan departamentos cada vez más pequeños y cargados de tecnología, contrario a las mansiones que eran allá en el pleistoceno.
Pero ojo, que esto es lo que hace a las urbes animales raros: lo que hemos dicho es cierto sólo en Westminster, que es uno de los muchos entes que conforman a la metrópolis. Si nos movemos hacia Candem o Shoreditch, veremos bichos que montan galerías de arte en exfábricas de botones, ponen restaurantes, bares y clubes extravagantes que se extinguen en cuestión de meses, dibujan graffitis itinerantes que desaparecen en lo que dura un walking tour. Podríamos seguir con Chinatown, Picadilly Circus, Soho: tentáculos, exoesqueletos, mitocondrias de especímenes distintos viviendo en una colonia desigual, un poco absurda, y absolutamente apasionante.
Decir que uno conoce un lugar después de sólo un viaje es siempre exagerado, cuando no mamón. Asegurarlo es tentador cuando el animal en cuestión nos permite pasearlo con correa, pero es quizá más adecuado al hablar de una ciudad como Londres. Aunque jamás conoceremos toda su fisionomía, sumergirse una y otra vez al microscopio para encontrar nueva vida en los diferentes barrios de estas urbes, volver una y otra vez a ellas, es también una forma de domarlas: dejarnos sorprender por el rumbo de su constante evolución.
Columna anterior: La feliz ignorancia de desconocer Bath
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Sobre los autores
Carlota Rangel y Ruy Feben son otra clichetera pareja que está dando la vuelta al mundo. Sólo que ellos son mexicanos, escritores, y recorren los diferentes destinos del planeta para visitar tanto los sitios más estereotípicos como los secretos mejor guardados. Desde allá envían sus hallazgos en esta columna y publican postales fortuitas en su blog, senaleshumo.com.