En días recientes, tres acontecimientos importantes han mostrado los retos descomunales de la batalla contra la corrupción. Estos hechos, independientes entre sí, arrojan algunas pistas sólidas sobre lo que podemos esperar del gobierno del presidente Peña en este tema, a un año y medio de que termine su gobierno.
Un punto de partida lógico es la revisión de las figuras de autoridad cuya tarea es investigar y castigar los delitos cometidos con dinero federal.
Un primer hecho advertido ayer en este espacio es la inexistencia de facto del Fiscal Anticorrupción de la PGR, cuyo nombramiento, en violación a las normas y requisitos de ley, benefició a Francisco José Berzunza; designado en octubre pasado, en realidad ejerce como administrador de la Unidad Especializada contra Delitos Cometidos por Servidores Públicos.
Esto se traduce en una situación alarmante: cuando el país se convulsiona sacudido por las historias de la generación más corrupta de gobernadores, el Estado enfrenta uno de los mayores desafíos de la historia sin una estrategia y, peor aún, sin una cabeza que represente este monumental esfuerzo institucional.
Este caos en las estructuras institucionales de justicia quizá explique en parte la debilidad de los expedientes y las acusaciones contra Javier Duarte. Sin tacto pero con oficio, el abogado del exgobernador decía hace un par de días que de más de 80 cargos, solo dos parecen bien estructurados.
El segundo acontecimiento adquiere dimensiones tragicómicas: mientras en la PGR el cargo de Fiscal Anticorrupción está depositado en un administrador cuyas tareas consisten en dotar a las oficinas de recursos humanos y materiales, el Secretariado Técnico del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción comenzó a trabajar la semana pasada, sin oficinas, sin Internet, sin página oficial.
En un país donde el absurdo es la normalidad, el Fiscal Anticorrupción de la PGR no es un policía sino un organizador, y uno de los dos cuerpos esenciales del SNA no tiene gasolina para avanzar.
El tercer hecho es sin duda el más grave de todos: la ausencia del Fiscal Anticorrupción que debió haber nombrado el Senado el pasado 19 de julio. La omisión del Senado ha provocado un paréntesis de consecuencias inciertas, entre ellas la posibilidad de que Duarte no sea sujeto a las sanciones que son parte del SNA en tanto no exista un Fiscal Anticorrupción designado por el Congreso.
Esta mixtura de situaciones –la ausencia del Fiscal más las investigaciones y expedientes frágiles vinculados a los gobernadores corruptos–, prácticamente anula la posibilidad de que el gobierno del presidente Peña entregue al país un solo caso cerrado y sancionado en el combate a la corrupción.
¿Cuál es el futuro del Sistema Nacional Anticorrupción propuesto por el presidente y aprobado por el Congreso ante la presión de la sociedad civil?
Si no sucede nada extraordinario, por lo menos en este gobierno el SNA correrá la misma suerte que el resto de las reformas estructurales: grandes planes arruinados por el contexto internacional o socavados desde dentro.
El limbo.
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