La feliz ignorancia de desconocer Bath

Viajar sin saber puede ser peligroso, pero a veces, además del riesgo está la posibilidad de que ese desconocimiento revele cosas espectaculares

Al viajar, el enemigo más peligroso es la ignorancia. Así lo hemos comprobado cuando, por no informarnos a tiempo, nos perdimos de algún castillo inigualable o de algún restaurante premiado, o nos tocó pagar cantidades escandalosas por trayectos que, hechos en otro vehículo, pudieron haber costado la mitad. No sólo al viajar: nada sale más caro que no saber. Sin embargo, al mismo tiempo, hay veces que ser un poquito mensos o un bastante descuidados nos ha remunerado en sorpresas hasta dichosas. Cuando salimos de Irlanda rumbo a Londres pensábamos que eso de que Europa es bien chiquita era cierto, inclusive en las islas. Para nuestra sorpresa, un trayecto Cork-Londres tomaría unas sólidas 20 horas, demasiadas para hacerlas de un jalón. De modo que, un poco al azar, elegimos parar en Bath, un poblado más o menos a medio camino, en el que no parecía haber mucho, al que pretendíamos llegar, luego de un viaje nocturno, para descansar antes de seguir a la capitalina hecatombe. Tras un viaje de 16 horas (cierto: más del que esperábamos) que involucró al menos tres camiones, un ferry y un español tirando netas mientras queríamos dormir, nos percatamos de que la ignorancia es el enemigo: de haber sabido la factura que pasa un viaje nocturno, habríamos pagado el avión. Convertidos en dos sacos de ropa sucia con ojeras, salimos de la estación de Bath y caminamos calle arriba a nuestro alojamiento. Tardamos seis o siete cuadras en juntar la fuerza para levantar el cráneo y empezar a darnos cuenta de lo que teníamos alrededor: las impecables casitas de cantera, las callecitas que se pierden entre tanta vuelta. Todavía medio mensos (de mal dormir, no tanto de ignorancia), hicimos una búsqueda rápida de Bath. No supimos si el mareo subsecuente fue por el sueño o por la sorpresa. Sepa el lector preocupado que sí alcanzamos a recorrer la ciudad, y que ha sido una de las paradas más dichosas de nuestro viaje: visitamos los baños romanos que, en honor a la diosa Sulis Minerva, le dan nombre; nos echamos en el parquecito frente a las terrosas fachadas georgianas del Royal Crescent; descubrimos uno de los mejores puestos de comida callejera de Inglaterra: se llama LJ Hugs y sirve unos guisados de carne, guarecidos de papas y ensalada, que son también monumentos locales. Vaya, hicimos en Bath lo que debería hacerse en un viaje ejemplar: descubrimos un sitio para nosotros nuevo, y tuvimos al menos un día para estar en una de las ciudades más bellas del Reino Unido. Punto a favor de la ignorancia. Sin embargo, hay que ser justos: las callecitas adoquinadas, los puentes con grullas empoderadas, los cafecitos con shortcakes y scones, los recorrimos detrás de un velo de sueño y prisa que nos gustaría no haber llevado a cuestas. Ni hablar: la ignorancia deja manchas, incluso cuando se vuelve afortunado descubrimiento. Columna anterior: Viajar: la receta mágica para obtener la felicidad (según Instagram)