El invierno en el hemisferio sur tiene lugar en el verano del hemisferio norte; es el mes de julio del año 2017. Con temperaturas que descienden más allá de los -50º Celsius, un trozo de hielo de cuatro veces el tamaño de la Ciudad de México se desgaja de la Antártida. El invierno en el hemisferio sur tiene lugar en el verano del hemisferio norte; es el mes de julio del año 2017. Con temperaturas que descienden más allá de los -50º Celsius, un trozo de hielo de cuatro veces el tamaño de la Ciudad de México se desgaja de la Antártida.
Al dejar de formar parte de la placa continental, muta su nombre al de iceberg, no de isla, pues en rigor no se trata de una zona de masa estable, sino de una porción de hielo susceptible de derretirse y de flotar a la deriva durante un tiempo indeterminado.
Los científicos levantan la mirada al cielo –como si interpelaran a Dios– y se preguntan si este fenómeno tiene que ver con el calentamiento global y los seres humanos somos responsables de ello.
En tanto hombres de ciencia, anacoretas consumados, no advierten que, mientras eso ocurre en el culo del mundo, en una isla situada casi en las antípodas, no muy lejos del Círculo Polar Ártico, tiene lugar un milagro: un hombre desafía la ley de la gravedad.
Tiene casi 36 años, es hijo de dos empleados de una transnacional farmacéutica, esposo de una mujer eslovaca y, al día de hoy, padre de cuatro hijos: mellizas las dos primeras, mellizos los dos últimos.
Su trabajo no es propiamente un trabajo, pero implica demasiado esfuerzo físico, una dieta rigurosa y una disciplina emparentada con la más tiránica de las dictaduras. Precisamente por ello tendría que haberse retirado hace seis, cinco, cuatro años, cuando poseía todas las facultades que su profesión y oficio exigen, cuando los fisiatras comenzaron a darle consejos paternales, cuando los apostadores a los que volvió ricos dejaron de fijarse en él y cuando ese bloque de hielo de la Antártida que hoy se encamina milimétricamente hacia el norte, no suponía la más mínima preocupación para los geólogos del mundo.
Es sólo que, excepto bailar, golpear una pelota y desafiar a la gravedad, él no sabía hacer otra cosa. Y lo siguió haciendo.
En un mundo en el que una secta de radicales perpetra –un mes sí y otro no– atentados terroristas, en el que un idólatra como Donald Trump transgrede las normas más básicas de la política y el gobierno de México no halla la más mínima explicación –ni tiene la más mínima decencia– para justificar el derrumbe de una autopista en la que murieron dos personas, ¿por qué Roger Federer tendría que ser el tópico central en las conversaciones de desayuno, café y sobremesa?
Jorge Valdano, el centro delantero argentino que acompañó silente a Diego Armando Maradona en la consecución del llamado “Gol del siglo”, alguna vez definió la trascendencia de lo banal: “El futbol es lo más importante entre las cosas menos importantes”.
El tenis, un deporte para élites, es decir, para unos cuantos afortunados, no tendría porqué calificar como “lo más importante entre las cosas menos importantes”. Y en realidad no lo hace. Pero cuando un iluminado aparece y hace trascender lo banal al punto de un evento histórico, hablamos no de anécdotas, sino de arte.
La mayoría de los tenistas al ejecutar su drive (el golpe natural de su tendencia, sean diestros o siniestros), despegan, por un instante, ambos pies del suelo. En cierto sentido eso es un movimiento natural destinado a darle mayor impulso y fuerza a la pelota. Es sólo que, en el caso de Roger Federer, dicha maniobra no sólo está provista de técnica, sino también de un movimiento estético imposible de descifrar y describir. Federer separa los pies de la tierra y la gravedad exigiría que cayese a plomo un cuarto de segundo después. Sin embargo, el tenista suizo parece gravitar y tomar impulso en el vacío por un segundo más antes de volver a hacer contacto con la superficie.
Ese segundo extra le bastaría a una patinadora para girar tres veces sobre sí misma antes de volver a entrar en contacto con el piso, con la tierra, y perfilar una figura geométrica imposible sobre una superficie de hielo. A Federer, en cambio, le sirve para emular a Fred Astaire: lo imposible es posible y, por consecuencia, terrenal.
Escribo esto unas horas antes de que Roger Federer enfrente en la semifinal de la edición 131ª del torneo de Wimbledon al checo Tomáš Berdych. Lo escribo a partir de la fe de haber visto durante muchos años a un hombre ser sostenido por los ángeles mientras ejecutaba su drive.
Lo escribo, también, apostando a un futuro certero pero incierto, en el que un deportista circunscrito a una élite será capaz de perpetrar algo cercano al arte de Picasso, Gauguin, Monet, Munch, Pollock y el etcétera que se quiera nombrar. Lo escribo, sin duda, con un optimismo rayano en la desesperanza mientras el mundo ha comenzado a desgajarse y nadie parece prestar mucha atención. Cuando tú, lector, llegues a esta línea, ya sabrás si Roger Federer alcanzó su décimo noveno título de Grand Slam o sucumbió ante Marin ?ili?.
Para ti hoy es domingo 16 de julio de 2017 y quiero creer que es un día soleado. Para mí es la madrugada del día 14 del mismo mes y año, pero el cielo está nublado. En realidad, ha estado nublado hace muchos meses.
Enciende el televisor, no duermas de más, y mira bailar en la grama de Wimbledon a Roger Federer. ?ili? es un contendiente extraordinario, pero está enfrentando a un Dios y no tiene nada qué hacer.
Allá abajo, muy abajo, el planeta se fragmenta y ha comenzado el Apocalipsis.
Un hombre, sin embargo, desafía la ley de la gravedad y replantea la concepción del arte.
La Tierra se desgaja a partir de nosotros y a pesar nuestro.
Con su victoria o su derrota, Roger Federer devuelve hoy al mundo lo que más necesita: la reinvención del mito del héroe.
La esperanza en la belleza perdida.