Iván Fandiño murió en Francia tras recibir la cornada de un toro que le partió el hígado. El torero vasco tenía 36 años de edad. No hay muertes tempranas ni tardías, sólo hay muertes a tiempo. Barrios se apellidaba el torero fallecido el año pasado, también por cornada. Barros era el segundo apellido de Fandiño. Parecido fonético en la tragedia.
Y de Barros al barrizal de la miseria humana, de quienes celebran la muerte de un ser humano por el hecho de ser torero.
Lo que ellos no saben es que los taurinos amamos a los animales. Los ganaderos cuidan y alimentan al toro durante un lustro, antes de enviarlo a la plaza. Digo que los amamos, pero obviamente anteponemos la vida del hombre sobre la de los animales. La duración de la vida del toro es cinco veces más larga que la de las reses de engorda que mueren, ellas sí, de forma despiadada y cruel, sin ninguna oportunidad de salvarse, en rastros sombríos e insalubres. Los ganaderos son guardianes del toro y la ecología.
Las cornadas mortales son cada vez más esporádicas por dos razones principales: los avances en la medicina y la técnica depurada de los toreros. Sin embargo, el peligro siempre está latente cuando aparece en el ruedo la figura encornada del protagonista central del espectáculo, lo cual perdemos de vista.
Engrandece a los humanos dar un trato digno a los animales. La corrida de toros no consiste ni remotamente en maltratar a un animal, como asumen los desinformados y a menudo violentos animalistas.
Hace muchos años, las cornadas mortales eran un acontecimiento mundial. Actualmente lo siguen siendo, pero se difuminan en un mar de noticias y en la vorágine de las redes sociales, plataforma de odio desde la cobardía del
anonimato donde campean los insultos, la insolencia y la falta de respeto.
En cierta forma, esta situación es resultado de una ridícula humanización de los animales, que lleva a confundir el género humano de la especie animal, de un modo incomprensible.