Zorayma conduce una Chevrolet Trax. Es una mujer hermosa. Tiene el cabello rizado, la piel morena y dos tatuajes visibles: uno en la nuca, que no puedo descifrar, y otro más en la parte interior del antebrazo izquierdo: un corazón sofisticado y artístico del que cuelgan un par de cintas haciéndolo parecer una bolsa. En la muñeca derecha porta al menos media docena de pulseras de colores distintos y en su rostro de pómulos altos, unas gafas que lo hacen más egregio y misterioso.
Zorayma mira su teléfono móvil, empotrado en una de las rejillas del aire acondicionado, y mientras oprime uno, dos, tres comandos, lo hace descansar sobre sus piernas mientras a un mismo tiempo atiende el camino. Baja la cabeza, la sube, mira hacia adelante, hacia abajo, oprime otro comando… cuando al fin se convence devuelve el teléfono a la rejilla y perfila sus ojos en el horizonte del sur de la Ciudad de México. El visor de mi iPhone señala que es 15 de junio de 2017 y que las 14:00 horas han quedado siete minutos atrás.
Zorayma tiene… no sé… 35 años, quizá 40. Pero si tiene 40 parece de 35. La radio de la SUV está encendida. Zorayma tararea de cuando en cuando el estribillo de alguna canción antigua. Y mientras la observo a través del retrovisor, repentinamente la escucho contenerse, como si su estado de ánimo hubiese bordeado los límites de la osadía. Cuando suena “Crying”, de Aerosmith, la observo a través del retrovisor. Quiero preguntarle algo… pero no me atrevo.
He dicho ya que pasan de las 14:00 horas, ¿no es así? Si lo he hecho ya, entonces debo decir ahora que es un momento complicado en la Ciudad de México. A esta hora, desde el 1 mayo pasado, suelen registrarse las mayores temperaturas en la capital del país. La mínima-máxima de mayo fue de 23º Celsius y tuvo lugar el día 31. La máxima-máxima, que fue de 31º, se presentó los días 18, 20 y 23.
Si se piensa, 31º Celsius no parecen demasiados, es sólo que la Ciudad de México se encuentra enclavada en un valle, rodeada de un cinturón de montañas, en el centro de un país al que rodean dos océanos maravillosos, pero lejanos. El calor entonces –y hago una paráfrasis libre de un relato de Truman Capote–, es como la invisible mano de un gigante que se postra sobre la garganta de una metrópolis, a un mismo tiempo vibrante y decadente, y la sofoca.
Han pasado 18 días de junio y la ola de calor apenas ha menguado. La temperatura promedio ronda los 27º, pero la sensación de ahogo apenas ha disminuido. Han llegado los vientos y con ellos las lluvias. La humedad también. Esos 27º grados pasan a ser 30º. No es el infierno, por supuesto, pero sí la recepción del mismo.
Zorayma conduce, de lunes a viernes en la Ciudad de México, un promedio de diez horas diarias. Es madre soltera de dos hijos, contadora pública por profesión, una mujer a la que una crisis profesional y personal la condujo a conducir un auto para la empresa Uber.
“No es lo mío -me dice- no es lo que quiero hacer. Pero me va bien”. Bien significa entre 5,000 y 6,000 pesos a la semana, es decir, entre 1,107 y 1,329 dólares en un mes. A eso deben sumarse sus ingresos como contadora pública, trabajo que ejerce entre las 10:00 y las 13:00 horas, lapso en el que el trabajo en Uber es laxo y mínimo.
Zorayma viste de negro. Pantalones y blusa. No es el atuendo perfecto para la primavera y el verano de 2017 en la Ciudad de México, pero a ella le va bien. A diferencia de sus colegas de Uber, mayormente hombres, a Zorayma no le importa mantener activo de forma permanente el aire acondicionado de su Chevrolet Trax.
Ellos, sus colegas, para evitar el uso del compresor que requiere de un aumento en el consumo de energía y consecuentemente de gasolina, circulan con las ventanillas abiertas para ventilar el vehículo. Ignoran, o hacen la vista gorda, que al mantener las ventanillas abiertas operan en contra de la aerodinámica: el aire que ingresa al interior del vehículo implica un mayor esfuerzo del motor y, también, un mayor consumo de combustible.
Faltan diez minutos para que concluya mi viaje con Zorayma. Es entonces que me atrevo a preguntarle: “Te parecerá tonto, pero, ¿por qué tienes encendido el aire acondicionado?”. Balbucea. Imagino que imagina que soy un hombre de esos que viajan todos los días con ella y quiere cortejarla. No es así, por hermosa que sea. Y, por lo demás, ella es digna, guerrera y lógica: “Estamos a 26º grados… por eso”.
Los conductores de Uber, según entiendo, están obligados, por una regla corporativa, a preguntar a los pasajeros si activan o no el aire acondicionado. Mayo 18, 2017: 31 grados centígrados. Eso más la refracción de los rayos del sol en el metal y su proyección en vestiduras sintéticas o naturales de piel. En el interior del taxi la temperatura debe rondar los 40º. En una sociedad absurda en la que lo normal es anormal y lo anormal, normal, ¿cuántos grados son necesarios para encender el clima artificial?
Sometido a tortura por los españoles, Cuauhtémoc, el Tlatoani, confesó haber arrojado a una laguna cercana a Azcapotzalco el oro que buscaban los conquistadores. Un historiador que jamás puso pie en la Nueva España, Francisco López de Gómora, le hizo decir románticamente para ensalzar el estoicismo de una sociedad enamorada del dolor: “¿Estoy yo en algún deleite o baño?”.
Zorayma conduce su Chevrolet Trax. Es madre soltera de dos hijos, contadora pública, conductora de Uber. Tiene que serlo, aunque no le guste, para seguir adelante. La vida es una mierda, y ella lo sabe. Pero desea ser feliz.
Y ser feliz, a veces, es tan simple como encender el aire acondicionado de un auto.