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Cómo curar el mal del jamaicón

Parte de viajar es probar las delicias locales. Sin embargo, llega un punto en el que el cuerpo clama por una salsa bien picosa y unos frijolitos. ¿Qué se hace en esos casos?

OPINIÓN

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Hay quienes simplemente quieren dejar huella en sus seres queridos; para otros, es más importante una escultura en la plaza central de una gran ciudad. Lo curioso es que nunca está del todo en nuestras manos decidir cómo trascenderemos. Ahí está la chusca parábola del futbolista José “Jamaicón” Villegas, quien no es recordado por sus hazañas como defensa de las Chivas de Guadalajara, sino por el síndrome que porta su nombre. Su leyenda surgió en los años sesenta. Se decía que cuando Villegas jugaba en canchas mexicanas, el balón nunca llegaba al área chica; pero cuando jugaba en el extranjero, las derrotas eran humillantes: goleadas de a ocho tantos. En entrevistas, el jugador explicaba que la melancolía de estar lejos de su mamá (más específicamente de la birria y las chalupas que ella le preparaba) no lo dejaban desempeñarse bien en la cancha. No contamos esto para burlarnos del pobre Jamaicón, sino todo lo contrario: llevamos tres meses viajando y ya nos sentimos identificados con él. Llegamos a pensar que, con tantas cosas únicas y deliciosas que probar en el mundo, no tendríamos problema con dejar frijoles, tortillas y aguacates por un rato. Pasó el primer mes y no hubo problema; para el segundo mes ya estábamos cansados de comer emparedados en cualquier versión y papas fritas, así que coqueteamos con restaurantes que, aunque se hacían llamar mexicanos, tenían cartas bañadas en queso cheddar y sour cream. Como consideramos sacrílego sustituir nuestras necesidades chilosas y guisadosas en estos lugares, optamos por cocinas que nos ofrecieran algo, si no mexicano, más cercano. A falta de taco al pastor, el kebab parisino domó la furia de una barriga ebria; ante el antojo de mole, el curry nos hizo sudar y hasta nos manchó la camisa; el pozole es insustituible, pero hallamos consuelo en un tazón vietnamita llamado pho, que nos ofreció todos los grupos alimenticios flotando en un caldo bien picoso. Estas comidas han sido un alegre distractor; pero llegado el tercer mes, nos topamos con la tentación final, y caímos irremediablemente: caminábamos por Praga; nuestras últimas comidas habían sido pizza, hot dog y bagel de salmón. Acaso, estando en República Checa, tendríamos que haber ido por pay de riñones bañados en cerveza, pero, maldita hambre, caímos en las garras de “Las adelitas”: como es nuestra costumbre, nos acercamos a ver la carta, pero esta vez no vimos cheddar ni sour cream, sino tacos de cochinita (¡con tortilla de maíz azul!), nopal con queso y hasta agua de horchata (de verdad, nada de jarabe). Como uno no viaja para comer lo que siempre puede encontrar en casa, lloramos nuestra culpa con lágrimas de achiote y brindamos piadosos en nombre de nuestro nuevo santo patrono (que es el de todos los viajeros): José “Jamaicón” Villegas. Columna anterior: Los gigantes de Irlanda del Norte