Impunidad: ¿hasta cuándo?

“Tengo los soldados fuera de mi casa porque estoy denunciando al gobierno. He sido reprimido”, Nepomuceno Moreno alzó una fotografía de su hijo Jorge Moreno, de 17 años, en el Castillo de Chapultepec.

Era octubre de 2011 y Moreno había llegado a una reunión con el presidente Felipe Calderón. “A mi hijo se lo llevaron policías estatales”, le dijo. “El gobierno del Estado no me ha ayudado en nada”. Sin aspavientos, Moreno reclamó la incapacidad de las instituciones del Estado para encontrar a su hijo Jorge Moreno, desaparecido un año antes en Hermosillo.

Un mes después de conversar con el presidente de la república, Nepomuceno Moreno era asesinado de siete balazos, en la misma ciudad donde su hijo fue ejecutado.

Un mes después, cuando aun no terminaban los rezos por la muerte de Nepomuceno Moreno, cerca de la Navidad de ese año, la señora Norma Ledezma, dirigente de la organización Nuestras hijas de Regreso a Casa, de Ciudad Juárez, Chihuahua, fue atacada a balazos; Ledezma, madre de Lilia Alejandra García Andrade, joven desaparecida en 2001,  encabezaba una lucha en defensa de los derechos de las mujeres y para exigir la búsqueda de desaparecidas.

Seis meses antes de los atentados contra Nepomuceno Moreno y Norma Ledezma, el presidente Calderón había firmado el acuerdo que creó las bases del Mecanismo de Protección de Defensores de Derechos Humanos, a partir de acciones coordinadas entre distintas secretarías, la Procuraduría y los gobiernos de los estados.

Ayer en Los Pinos el presidente Enrique Peña anunció que se fortalecerán la estructura y el presupuesto del mecanismo de protección para las personas defensoras de derechos humanos y periodistas y que se crearán instrumentos de coordinación con todos los gobiernos de los estados para ese fin.

La razón esencial de la impunidad en México es que las instituciones de justicia no funcionan.

No lo hizo el gobierno del presidente Calderón y no lo ha hecho el gobierno de Peña, que 105 asesinatos después admite que hasta antes de la ejecución de Valdez no se había hecho lo necesario para que la Federación y los Estados se coordinaran, para que el mecanismo de protección tuviera los recursos suficientes para ser efectivo, para que la Fiscalía de Delitos contra la Libertad de Expresión deje de ser un membrete mientras en la calle los periodistas siguen cayendo como moscas.

En estos años México se ha convertido en una gigantesca fosa de periodistas y activistas independientes–cerca de 40 periodistas asesinados en cuatro años y casi 300 activistas ejecutados en dos años.

El país supura muertos y lo peor de todo es que la sociedad no reacciona ni parece entender que cada que un activista o un periodista es asesinado nos convertimos –parafraseando a Javier Valdez en homicidas de nuestro futuro porque cada que uno de ellos muere, crece el océano de impunidad y se reduce la posibilidad de que la sociedad comprenda la importancia del trabajo de ambos para traducir la subcultura del narcotráfico y la manera en la que ha penetrado en  todos los sectores sociales, socavado las instituciones y teñido de sangre el país.

Cada periodista y activista asesinado–como cada ciudadano que pierde la vida–es responsabilidad del Estado, y esa responsabilidad incluye la inadmisible inacción del Estado y sus instituciones.

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