El clientelismo está presente en el ADN de cualquier populista que se precie. El tú me das (tu voto y tu apoyo político) y yo te doy (protección, trabajo y subsidios) sostiene la relación entre el líder y su pueblo. Si bien la compra de voluntades es un fenómeno cotidiano, la virtud del caudillo estriba en detectar las necesidades populares. De ahí el carácter gráfico de la consigna coreada por miles de seguidores meses después de la llegada de Evo Morales a la presidencia de Bolivia: “queremos ministros que den pegas” (trabajo).
Por: Carlos Malamud
Durante el boom exportador de las materias primas los gobiernos latinoamericanos conocieron un importante aumento de ingresos, pudiendo destinar partidas crecientes a impulsar políticas públicas de carácter social. En bastantes casos éstas se compaginaban con prácticas clientelísticas. La sostenibilidad del gasto era un problema menor y mientras duró la fiesta se pudo perseverar en la ayuda a los más necesitados.
Con independencia del carácter más o menos asistencialista del populismo, durante ese período numerosos contingentes de la población abandonaron la situación de pobreza e indigencia en que habían vivido para incorporarse a las clases medias. Esto ocurrió no solo en los países que tenían gobiernos bolivarianos, sino también en el resto de la región.
La difícil situación económica de 2015 y 2016, sumada a la fragilidad de las clases medias emergentes, ha provocado algunos retrocesos dignos de atención. Pese a ello, éstas mantienen su peso en las sociedades latinoamericanas al igual que sus nuevas demandas políticas, económicas y sociales. De este modo no sorprende que la pregunta más formulada por numerosos políticos gire en torno a su capacidad para retener un apoyo que en el pasado reciente había sido incondicional.
Las elecciones en América Latina son cada vez más reñidas y muchas se han resuelto por pocos miles de sufragios (Perú, El Salvador, Brasil, Ecuador). En Argentina el voto popular desplazó al matrimonio Kirchner, que se había alternado en el poder durante casi 13 años. Desde Bruselas, una Cristina Fernández incapaz de interpretar los cambios ocurridos en su país acusó a Mauricio Macri de ser la mayor “estafa electoral” de la historia nacional y explicó su derrota aduciendo que no se habían entendido sus políticas y que había sido incapaz de transmitir al conjunto de la sociedad que la mejora económica se debía a su labor de gobierno.
Como no podía ser de otro modo, la culpa es de la sociedad, “que no está capacitada para leer lo que pasa detrás de las noticias” y “que no tiene los instrumentos para poder leer todo lo que le dicen y le cuentan”. Pero el problema no estriba tanto en cómo comunicar los logros obtenidos sino en mantener los apoyos cuando el dinero se agota y hay que eliminar subsidios y restringir programas sociales. Por eso no sorprenden las manifestaciones de una atribulada seguidora kirchnerista: “[Cristina] robaba pero teníamos para comer. Hoy tenemos que laburar [trabajar] día a día para tener algo".