Siempre me han gustado los diccionarios, y hace algún tiempo comencé a jugar con palabras encontradas al azar, no sé si por curiosidad o por nostalgia. Creo que hay más algo de esto último porque cada vez que descubro alguna que no escucho más, me invade la misma tristeza de cuando volví a Ciudad de México tras una larga ausencia, y al recorrer sus calles –en las que corrí de niño y a las que siempre vuelvo como presa de un embrujo–, descubría que ya no estaban el almacén de galletas y la casa de aviones en escala.
Recuerdo algunas de las primeras palabras que aprendí de niño y trato de no olvidarlas, como si eso las salvara del desuso: "padre" –para elogiar algo– "cuate" –regalo de Chabelo para los amigos– y "chafa", un anacronismo de Chafaldrón, escribió Monsiváis en uno de sus libros. Mi papá jamás nos presentó a Ale y a mí como sus hijos: "son mis chavos", decía.
Ahora casi nadie dice "cuate", y en Ciudad Chilango –Almazán dixit– todxs somos carnales, incluso los que no somos millennials.
Las palabras tienen vida y cambian como flores de estación: en las calles de la ciudad no se dice más "no seas balcón", y cuando haces algo impúdico o desvergonzado enseguida escucharás "no seas placa", y los gandallas del pasado reciben ahora el irónico sobrenombre de "Lord" o "Lady", seguidos del apellido que identifica sus patanerías: "Lord Polanco" y "Lady Profeco".
Ya no se dice "chicas popis", y en su lugar comenzamos a pronunciar en los ochenta la palabra "fresa", que ha logrado sobrevivir al espíritu millennial, que en plan de palabras es más práctico y directo: al locuaz de antaño le llaman maniaco y para expresar sus sentimientos sobre las matanzas en Siria o Ayotzinapa no dicen tragedia, sino "está súperculero". Y cuando algo les gusta dicen que "está de huevos" y cuando no dicen que "está equis".
Las palabras son el viento de nuestros tiempos: los secuestros se convirtieron en "levantones" y nos hemos habituado a hablar de narcofosas, de la misma manera en que los veinteañeros hoy no tienen empacho en llamar "hater" a quien es intolerante, o cuando haces algo fallido (pero de manera chistosa como invitarte a un restaurante que está cerrado o aventurar un baile y terminar en el suelo) te crucifican con un cruel ¡fail!<
Hay palabras que heredé de mi padre y pronuncio de manera cariñosa con mis amigos cercanos, como malandrín, carcamal y rufián, y disfruto visitar al tío Raymundo que un día me presentó mi amigo El Chief, y escuchar sus regaños cuando cogíamos el queso con los dedos: “¡No seas cerril y montaraz!
Un sábado reciente me subí al metro y mientras texteaba en mi teléfono móvil y elegía unos cuantos emojis para ilustrarlo, escuché la siguiente conversación:
–¡Pero qué emperifollada vienes!
–¿Cómo?
–¡Que te ves chida!