Los presidentes suelen tener una mano derecha, una persona de toda su confianza que al mismo tiempo es un consejero útil e influyente en las principales decisiones de gobierno. Con frecuencia esa mujer o ese hombre especial en la estima de un gobernante puede convertirse en el poder detrás del trono.
José María Córdoba Montoya lo fue de Carlos Salinas de Gortari y Martha Sahagún jugó ese rol con Vicente Fox, antes y después de que se casaran.
En los primeros días posteriores a las elecciones de 2006, Juan Camilo Mouriño –narra Ernesto Núñez en Crónica de un sexenio fallido, una extraordinaria radiografía del gobierno de Felipe Calderón– alzó la cabeza entre los calderonistas horas después de la elección que el panista le ganaba por medio punto a López Obrador: “Lo caido, caido”, dijo, y de ahí en adelante se confirmó como un hombre determinante en la presidencia del panista michoacano.
Esta conversación sobre los hombres y mujeres que son la mano derecha de un mandatario viene a cuento ante la cercanía del principal ritual político en el país: el destape del candidato del PRI a la presidencia.
Esa liturgia priista, desgastada y ridícula para algunos, se explica en el poder político que a pesar del desgaste de la política y el hartazgo ciudadano, conserva el jefe del poder Ejecutivo. El presidente Peña solo es aprobado por dos de diez mexicanos. Ahí van incluidos los priistas, pero él decidirá quién será el candidato.
Desde luego existen matices y diferencias entre el poder que han acumulado estos personajes en el paso de los años. Definitivamente hay un contraste significativo entre Luis Videgaray, el hombre fuerte de Peña, y el resto, incluyendo al poderoso Córdoba de Salinas.
Videgaray no solo es lo que la prensa ha llamado el consigliere de Los Pinos. Este hombre descrito como brillante, frío y severo, delineó y construyó el principal proyecto del gobierno peñista: El Pacto por México y las reformas estructurales.
Él y otros personajes cruciales en la firma del acuerdo político han descrito que al inicio de las pláticas, Videgaray se percató de que las coincidencias entre los partidos, si se hacía un esfuerzo extraordinario, podían transformarse en una serie de reformas radicales en temas financieros, fiscales, de energía, educación, y telecomunicaciones.
Por eso, han contado también, decidieron hacer no solo los cambios necesarios, no conformarse, sino ir al máximo en ambición, porque el costo político sería el mismo. A cinco años de distancia, para Peña y sobre todo para Videgaray, las reformas estructurales representan la etapa de reformas más fructífera en el país.
Videgaray fue el ideólogo y el arquitecto del más importante programa del gobierno de Peña. No fue solo un consejero.
Hace treinta años Videgaray cargaba una mesa en el ITAM.
Hoy, a unos días de la decisión que podría marcar la permanencia o la muerte de las reformas estructurales, Videgaray parece estar más que nunca a la derecha de Peña. Columna anterior: Gentrificación