“Mi vida era hermosa, hasta que comenzaron a matar a mi familia y empecé a vengarlos”, asegura El Papacho, un pastor cristiano quien por venganza se integró al Cártel de Sinaloa y se convirtió en uno de los sicarios más famosos del Valle de Juárez y en parte de los responsables de uno de los cementerios clandestinos más grandes de México.
Mauricio Luna Aguilar nació el 2 de noviembre de 1961, justo el Día de Muertos, pero durante 39 años estuvo muy lejos de ellos, hasta que en 2010 un grupo de extorsionadores comenzó a matar a su familia y luego amenazó a su hija de 5 años con una pistola en la cabeza.
Así comenzó su historia como sicario en Ciudad Juárez y el Valle de Juárez, donde a 10 años de la guerra entre los cárteles de la droga suman más de 13 mil 012 asesinatos, 6 mil 930 de ellos entre 2010 y 2014, el lapso en el que él trabajó matando gente.
Durante esos cuatro años fueron 206 los cuerpos y las osamentas encontradas en el Valle y 6 mil 724 más los hallazgos en las calles de Juárez. Sus víctimas “fueron varias” dice quien fue jefe de una célula de sicarios.
“Yo sabía que yo no era Robin Hood, sabía que no era el gobierno ni Dios para juzgarlos, pero era mucho lo que estaba pasando y comencé a matarlos”, a extorsionadores, secuestradores y asesinos, confiesa el hombre quien durante años aterrorizó e hizo huir a los habitantes del Valle, hasta ser detenido y sentenciado a prisión vitalicia por el asesinato de tres de sus víctimas.
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El Papacho es un hombre desconfiado, no muy alto, es de complexión robusta, pero se ve más delgado y menos moreno que cuando fue detenido y presentado por las autoridades, a principios de 2015, cuando todavía no llenaba su cabeza y sus manos de demonios con tinta negra.
No le gusta dar entrevistas, “algunos periodistas hasta me han ofrecido dinero” dice molesto al negarse a narrar su vida.
Por parte de esta reportera no hay ofrecimiento alguno. Han pasado meses para poder estar frente a él pero no es fácil convencerlo, quiere saber con quién está hablando, hace muchas preguntas, duda mucho, “¿por qué quiere saber mi historia?”, pregunta una y otra vez.
Poco a poco comienza a hablar y a responder sobre su vida y su trabajo. Unas veces es parco en los detalles, otras muestra el dolor y el rencor que aún mantiene y otras tantas narra los actos de violencia como si fueran simples anécdotas que regresan repentinamente a su mente.
Son demasiadas sus vivencias, un recuerdo le lleva a otro. Se niega hablar sobre su vida dentro del penal, y finalmente, después de tres entrevistas, logra reconstruir su historia: la narración de la muerte desde la mirada de un sicario que no se arrepiente.
“EL DOLOR ME VOLVIÓ SICARIO”
Mauricio nació hace 46 años en una familia cristiana de Guadalupe, uno de los tres municipios que integran el Valle de Juárez, junto a Praxedis G. Guerrero y Juárez, al noroeste del estado de Chihuahua.
El Valle de Juárez se encuentra en los límites de la frontera con Estados Unidos, por lo que es un punto de continua disputa entre los cárteles de la droga.
“El Papacho era un rancho que compró mi papá, pero lo vendió para pagarme la operación de la apéndice cuando yo tenía 7años… luego se murió de tristeza”, explica el sexto de siete hermanos.
A los 39 años tenía tres hijos y unas gemelas venían en camino, era copastor de la iglesia Sol de Justicia de Asamblea de Dios, tenía un negocio de venta de carros usados, una tienda de abarrotes, una burrería y una joyería. Hasta que un grupo delictivo del Cártel de Juárez comenzó a extorsionarlo en sus negocios con el “cobro de piso”.
“Todo era bonito, hasta que llegaron a cobrarme cuota... A mí me gustaba predicar en los camiones, venía a Juárez al centro a predicar y me llevaba a los niños del orfanatorio a comer a mi casa. Me gustaba ser cristiano, pero vi que estaba muriendo mi familia y si no la hubiera defendido me quedaba sin familia”, debate.
Durante cinco meses les dio a sus extorsionadores 3 mil pesos semanales y una dotación de comida de la tienda.
“Me pedían mandado, eran hasta delicados, querían carne. Pero ya no les quise dar, era mucho, eran como 5 mil pesos aproximadamente”, recuerda el hombre quien nunca se imaginó que esa decisión le cambiaría la vida.
En agosto de 2010 estaba de visita un sobrino de Estados Unidos, cuando los extorsionadores llegaron a la tienda de abarrotes y le dispararon en la espalda, dejándolo en silla de ruedas.
Pero esa era apenas la primera advertencia. Tres meses después, extorsionaron a su hermano menor, Gastón, quien era pastor de la iglesia Sol de Justicia, y al negarse a darles dinero lo mataron junto a su esposa y su hijo de un mes de nacido. Les robaron la camioneta de la iglesia llena de juguetes que repartirían en Navidad y dejaron sus cuerpos tirados a las afueras de Juárez.
Los cadáveres de Gastón Luna Aguilar e Iris Marlene Hernández, de 43 y 37 años de edad, fueron encontrados el 24 de noviembre de 2010 en el kilómetro 14 de la carretera a Casas Grandes. Las autoridades nunca informaron sobre el cuerpo de un bebé, pero El Papacho asegura que también murió.
Un mes después, él estaba en Estados Unidos comprando carros usados para vender, cuando llegaron a su joyería, y golpearon y amenazaron de muerte a su esposa embarazada, a su hija y a su suegra.
“Llegan un domingo, y agarran a mi hija de 5 años, le arrancan la cadena del cuello, le dejan un ojo morado; golpean a mi esposa, la amarran… Me habló mi esposa llorando, y mi niña. Cuando oí llorar a mi niña fue cuando dije que Dios no existe, porque no había cuidado a mis hijas, a mi familia, a lo que más amaba. Fue cuando deje las cosas de Dios por un lado…Yo le preguntaba a Dios que por qué me había dejado solo”, recuerda.
Ese mismo día cruzó el puente internacional de Estados Unidos a México, donde le prestaron un radio telefónico y le pasaron a Gabino Salas Valenciano, “El Ingeniero”, entonces líder del Cártel de Sinaloa en el Valle de Juárez, quien le ofreció ayudarlo a vengarse de los extorsionadores.
Así comenzó la venganza de El Papacho, el hombre que asegura que primero busco justicia para su familia y luego para su comunidad, pero que terminó enterrando y desenterrando gente en las fosas clandestinas del Valle de Juárez.
LA VENGANZA DE EL PAPACHO
Él asegura que fue “parte de la familia Reyes” la que mató a su familia, como parte de un grupo criminal del Cártel de Juárez que encabezó hasta 2009 en el Valle José Rodolfo “Rikín” Escajeda, quien actualmente se encuentra preso en Estados Unidos, sentenciado a 35 años de prisión, pero quien dice dejó a su gente trabajando.
Por eso se El Papacho se unió al Cártel de Sinaloa, con Gabino Salas, “me dijo que me ayudaba a vengarme y yo comencé a hacer todo esto - de matar-”, sentía “coraje, odio; no tenía miedo, no conocía el miedo, lo deje atrás y ya”, recuerda después de siete años.
Los primeros cinco meses fue sicario sin que sus hijos, su esposa y su madre se dieran cuenta. Su primera víctima fue un integrante de la familia Reyes, no recuerda el nombre, pero sí sabe que era tío de Miguel Ángel, alias El Sapo y familiar de los activistas Josefina y Rubén Reyes Salazar, quienes habían sido asesinados en enero y agosto de 2010, antes de que él comenzara a matar gente.
El tío “estaba cuidando a una persona que iban a matar, y cuando llegan y la rafaguean lo vi y se estaba burlando de cómo lo mataban, en el Del Río –una tienda de autoservicio-. Él se estaba riendo, burlándose. -También- mataron a un borrachillo que estaba ahí, nomás lo mataron por matarlo, llegaron a rafaguear, mataron a gente inocente y eso no me gustó”, se justifica.
Al día siguiente “lo maté” sin sentir “nada”, “me dolió poquito, pero ya después ya no. Te ciega la venganza”, confiesa.
Ese día El Papacho llevaba cubierta la cara con un pasamontañas, pero se dio cuenta que comenzaron a matar a gente inocente pensando que habían sido los culpables del homicidio, por lo que decidió que no volvería a cubrirse el rostro para asesinar. Con el resto de sus víctimas buscaba que supieran que él había sido el asesino y porqué lo estaba haciendo.
Después del tío de El Sapo siguieron “varios”, “comencé a cazarlos”, “a los Escajeda también les maté a los parientes porque secuestraban y cobraban cuota, por eso”, afirma.
El Papacho se volvió parte de la guerra que según calcula protagonizaban en el Valle de Juárez más de 120 hombres armados, tanto integrantes del Cártel de Sinaloa como del Cártel de Juárez, quienes también iban a la ciudad a matar.
Pronto todo el Valle conoció la nueva vida del pastor y su familia también se enteró de que su nuevo trabajo consistía en matar gente.
Su esposa lloraba y le preguntaba porqué lo hacía, pero su respuesta fue la misma que la que da ahora: “si no lo hubiera hecho me hubieran matado a toda mi familia, así que no me arrepiento”.
Su mamá se enfermó de diabetes y llegó a creer que él había matado a su primo. Toda su familia se fue del Valle de Juárez.
“LOS LEONES SE COMÍAN A LAS MUJERES”
Aunque tuvieron varios enfrentamientos a balazos con el cartel de Juárez, el Arroyo El Navajo fue la única zona del Valle que nunca pudieron “gobernar”, asegura.
Quien levantaba a las mujeres en Ciudad Juárez para luego asesinarlas en el desierto era gente del Cártel de Juárez, como se ha demostrado en las audiencias de al menos 11 víctimas.
“¿Cómo piden justicia si saben que dañaron mucha gente inocente, le echaban las mujeres a los leones?”, pregunta al asegurar que el grupo de Rikín Escajeda también le aventaba a sus víctimas a los leones.
Afirma que él vio a las fieras cuando le quemó sus propiedades, que eran seis felinos dentro de jaulas hechas de bloques, tres en una de sus casas y tres más en un rancho cercano al panteón de Guadalupe.
“Estaban grandes, la casa se la quemé, el rancho también se lo quemé. Los leones se los llevó el gobierno o los dejó ir, no sé, eso fue cuando comenzamos la guerra, fue cuando ardió Barreales en llamas –los primeros días de enero de 2011- y de ahí pa’adelante. Los leones ahí los dejé, llegaron la federal y los ministeriales ahí”, recuerda.
A los leones le echaban “a los vivos”, “gritaban”, “por eso no entiendo por qué dicen que eran inocentes si mataron y secuestraron, ¿pa´qué se ciegan?, se imagina que toda la gente inocente que mataron ellos se quejara. Había mujeres que cobraban las cuotas y no las maté porque eran mujeres, no porque no pude. No quise”, asegura Luna Aguilar.
“PIERDES LA VIDA, ERES OTRA PERSONA”
El 7 de febrero de 2011 El Papacho hizo voltear las miradas a Juárez al continuar su venganza contra la familia Reyes Salazar. Ese día mató y enterró a los hermanos Malena y Elías Reyes Salazar, de 44 y 57 años, junto a la esposa de éste, Luisa Ornelas de 53. Pero la presión de las autoridades lo hizo desenterrarlos después de 18 días y dejar sus cuerpos en avanzado estado de descomposición, cubiertos de tierra y cal, en la carretera del Valle de Juárez.
Dice que las autoridades mantenían constantes patrullajes en el Valle, lo cual generó mucha presión para él y su grupo.
“Los desaparecí porque ellos secuestraron a una persona… la víctima me los ‘puso’ y –me dijo- en qué venían y les agarré el dinero, se los quité. Venían de Ciudad Juárez con el dinero del secuestrado, eran 35 mil dólares… el dinero se lo entregué a Gabino”, asegura quien los interceptó en el poblado de Juárez y Reforma.
Con ellos iban su mamá y un niño, a quienes dejó ir. Ella “me conocía”, destaca sobre la mujer que se mantuvo en huelga de hambre en el exterior de la Fiscalía General del Estado en Ciudad Juárez, hasta que aparecieron los cuerpos de sus hijos y su nuera, y a quien asegura que ese día le preguntó si estaba de acuerdo con lo que estaban haciendo sus hijos.
Las tres víctimas fueron veladas en el exterior de la Fiscalía, y Luna Aguilar fue detenido como probable responsable, identificado por la misma mamá de los Reyes Salazar, pero solo duró unas horas porque Gabino Salas lo sacó.
El triple asesinato hizo que el 5 marzo de ese mismo año los 33 integrantes de la familia Reyes que quedaban en el Valle de Juárez huyeran para pedir asilo político en Estados Unidos.
Ellos se fueron pero él continuó matando. Su deseo de venganza cada día crecía más, y asegura que los pobladores del Valle comenzaron a pedirle ayuda cuando eran extorsionados o cuando sus familiares eran secuestrados.
“Me avisaban cuándo les cobraban cuota, de la tienda, de la gasolinera. Tenían mi número de teléfono y me hablaban ‘me vinieron a cobrar cuota’ y ya iba yo por esa persona”.
También participó en “varios” homicidios en Ciudad Juárez, donde admite que no eran las víctimas quienes le pedían la ayuda. Sino su jefe, quien le daba la orden de matar “a quienes cobraban cuotas y eran contras”, por lo que participó en multihomicidios en negocios como restaurantes, gasolineras, lugares de venta de vehículos usados y autopartes.
Cuando te conviertes en sicario “pierdes la vida, eres otra persona”, confiesa quien pronto se convirtió en el líder de un grupo del cual no quiere dar muchos detalles, pero en el que dice tenía “algunas” personas a su cargo, quienes trabajaban como sicarios o informantes, estos últimos conocidos como halcones o campanas.
“Me hacían caso, lo mismo que yo –a Gabino-… la campana nomás me avisaba, me decía donde estaban las personas, cuidaban los pueblos día y noche. Yo sabía pa’dónde podía caminar, cuándo podía salir, dónde estaba”.
Calcula que el grupo contrario tenía unos 60 hombres, como 30 de Guadalupe, entre ellos algunos policías municipales y unos 30 hombres más que iban de Juárez, pero que no conocían bien los caminos entre los pueblos y el desierto y eran fácilmente sorprendidos durante los enfrentamientos.
Muchos adolescentes eran utilizados como vigilantes por el grupo contrario, “cayeron muchos chavillos, pero yo los dejaba ir, no los mataba, nomás los sentenciaba que si los volvía a ver los iba a matar. Pero sí les daba unos tablazos pa’que supieran que no estaba jugando”.
Los tablazos son frecuentes entre los miembros de los grupos delictivos que “se perdonan la vida”, pero quieren dar una lección.
“Los tablazos se dan pa’no matarlos porque se va a calentar el terreno, tienen que aprender que no es un juego eso. Y no puedes matar a un niño, a un chavo de 14, 15 años porque se va a poner muy canijo el Valle o el lugar… pero los sentenciaba y los corría, por eso dicen que los corría, pero siempre que los corría era por algo, era porque los agarraba con teléfonos diciéndoles a los compas –información sobre gente para que la mataran-”, explica.
Dice que en su grupo eran “variedad” y que según el lugar al que “se movía”, él iba con células de 10, 15, 20 o hasta 30 hombres, originarios del Valle, Ciudad Juárez, Durango y Sinaloa. Dentro del grupo a él lo apodaron El 14, y él a veces se hacía llamar Kevin, pero siempre fue más conocido como El Papacho.
Dentro de la lucha entre los cárteles, el grupo contrario le sacó los ojos a una niña de 5 años, hija de uno de sus trabajadores, una menor que ahora vive en Estados Unidos, afirma.
“Hicieron mucho daño, hasta que se equivocaron de familia y les puse un alto, no digo que yo solo les puse el alto verdad, pero fui una parte muy grande para meter ese alto, nadie los había parado nomas que yo, y la gente que me ayudó. Ahora ellos siguen haciendo de las suyas, siguen matando secuestrando… ¿Porqué dicen que quieren justicia si ellos mataron a mucha gente inocente, aún las mujeres secuestraban y cuidaban a los secuestrados?. Yo se los quité de las manos”, justifica.
El Papacho tiene cada vez más tatuajes en su piel, la mayoría son demonios y la Santa Muerte, el primero se lo hizo en los brazos un año después de empezar a trabajar para Gabino Salas.
Dentro del penal comenzó a tatuarse también la nuca y la cabeza, donde tiene más de siete demonios y la leyenda “Papacho”. Ya tiene más de 17 tatuajes, pero solo se deja fotografiar los brazos.
Se arremanga la sudadera gris que usa como uniforme dentro de la cárcel, observa los demonios en su piel y continúa narrando con los dedos entrelazados.
“Hicieron mucho daño, ellos secuestraban. Yo les quité a personas de sus manos, secuestradas, las tenían enterradas en una fosa de drenaje, les quité mucha gente de sus manos. En las fosas del drenaje los tenían tapados, pedían rescate, y yo sabía; iba y los sacaba y los dejaba –libres-. En sus casas hay fosas todavía de ellos”, asegura con la voz llena de rencor.
Dice que sus informantes se encargaban de cuidar al grupo contrario, y cuando llevaban a una persona secuestrada él y sus hombres entraban a rescatarla.
“Los salvaba, no porque era un Robin Hood sino por vengarme de ellos, hacerles daño también yo, quitarles el dinero para que no siguieran haciendo estupideces”.
LA MUERTE DE GABINO SALAS
El Papacho asegura que quiso salirse del grupo delictivo, pero le dijeron que solo podría salir muerto, por lo que continuó matando gente.
Durante tres años, trabajó directamente para Gabino Salas Valenciano, a quien se le relacionó por al menos 14 años con el narcotráfico, primero al servicio del cártel de los Carrillo Fuentes y luego del Cártel de Sinaloa.
Le decían “El inge” o “El ingeniero” porque aparentaba ser empresario en el ramo de la construcción y la ganadería, pero en realidad tenía su propia banda de sicarios, y la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) lo tenía boletinado como uno de los principales introductores de mariguana a Estados Unidos.
La tarde del jueves 8 de agosto de 2013 acababa de tener una junta con El Papacho y otros hombres en una casa del poblado de Placitas, a 70 kilómetros de Ciudad Juárez, pero al salir se topó un retén militar y fue asesinado.
“Lo mató un militar, yo estaba muy cerca”, al ver el reten “quiso correr y les tiró con la corta, pero si nos hubiera avisado hubiéramos llegado nosotros y no hubiera pasado eso, estábamos cerca. Él sacó la pistola, disparó, quiso asustarlos, y corrió pa`l monte, pero cuando se bajó le dieron…. murió en la nada”, agrega con acento irónico.
Al morir el líder del grupo, el resto comenzó a cuidarse más porque sus contrarios y las autoridades sabían que era el momento de acabar con ellos, por lo que andaban siempre en grupos.
Él cambiaba frecuentemente de armas, pero su arma de uso diario era un Cuerno de Chivo o AK-47, un rifle de asalto diseñado en 1940 en la Unión Soviética.
Las armas provenían de Estados Unidos, “llegaban y me las entregaban a mi, me las daban”. Antes de convertirse en sicario no sabía usarlas, “aprendí ahí, en la venganza”, dice sonriendo entre dientes.
EL HOMOCIDIO DE LOS GARCÍA ARCHULETA
El 6 de diciembre de 2014, Luna Aguilar le quitó la vida a tres jóvenes: al activista Elmer García Archuleta, recién egresado de psicología de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), a su hermano Edgar Iván y a su primo Gabriel Archuleta, en un hecho que volvió a cimbrar a los juarenses cuando parecía que la violencia iba a la baja.
Él argumenta que nuevamente estaba defendiendo a su familia, ya que ellos lo quisieron entregar a él y a su familia, para que los mataran.
“Ellos trabajan para mí, los Archuleta, pero me traicionaron. Iban a matar a mi esposa y a mis hijas, ese día yo iba a ver a mis hijas, me las trajeron del otro lado –de Estados Unidos-, había rentado una casa y los puse a cuidar a ellos, pero ya no confié en ellos, y contraté a otra persona que no era de ahí… Mi hija, la más grande, me pidió una paleta y los llevé al Del Río y saliendo reventaron mi casa, nos iban a matar a todos”, asegura.
Cuando él salió con sus gemelas de 3 años y su hija de 10 a la tienda, un grupo de hombres vestidos de federales entraron a la casa en donde estaban, pero ya no encontraron a nadie y su otro informante le avisó para que no regresaran.
“¿Cómo los iba a perdonar?… me vendieron… matándome a mí creyeron que se iba a acabar todo, pues si no era nomás yo, vienen grupos de otras partes”, destaca.
Después de haberse alejado de su familia y de haber sido sentenciado a prisión vitalicia, El Papacho asegura que no se arrepiente de haberse convertido en un asesino.
“Es mi familia, la familia es primero, si no la hubiera salvado yo la hubieran matado a toda y todo por una injusticia, por la maldita cuota. ¿Cuántos no han muerto por la cuota?, ¿cuánta gente no muere porque no da cuota?, no tiene pa’pagar la cuota y los matan”.
EL ÁNGEL DE LA MUERTE
Vivir en medio de una guerra no es fácil para nadie, la sangre corre por las calles, los disparos se escuchan desde lejos y el olor a muerte se convierte en miedo. La gente en el Valle todavía tiene miedo, los continuos enfrentamientos a balazos entre los cárteles, las noches donde las casas eran incendiadas por los grupos rivales, las familias que fueron amenazadas para salir de sus viviendas y ranchos todavía no se olvida.
Esa fue parte de la guerra que le tocó vivir a El Papacho, recuerda que antes de ser detenido se salvó de dos enfrentamientos, uno que duró cerca de una hora, o al menos así lo sintió él, en la gasolinera de San Nacho, un poblado del municipio de Praxedis G. Guerrero.
“Nunca me dio miedo, yo pensé que iba a quedar muerto porque no usaba chaleco –antibalas-, no usaba nada, a mi no me gustaba; cuando te sorprenden te van a sorprender, con chaleco o sin chaleco, y el chaleco te hace pesado, no puedo correr, no puedo moverme rápido”, recuerda.
Para entonces “ya no había límites de nada”, dice al confesar que consumía cocaína, pero no para matar, ya que para ello “no había necesidad” de drogarse.
También llegó a cruzar droga a Estados Unidos, pero sabía que estaba mal y recuerda que una vez sorprendió a unos migrantes que iban cargados con maletas de droga, como “mulas”, al vecino país. Dice que los golpeó y les advirtió que no volvieran al Valle porque los iba a matar “el Ángel de la Muerte”.
Después supo que los migrantes le habían narrado todo a los militares que se encargaban de la vigilancia del Valle, ya que una vez en un retén estos le advirtieron a El Papacho que tuviera cuidado porque andaba el Ángel de la Muerte y lo iba a matar.
EL CEMENTERIO CLANDESTINO DEL VALLE DE JUÁREZ
Luna Aguilar asegura que no sabe a cuanta gente mató; “varios”, “bastantes”, “dicen muchas cosas y se va a quedar así”, dice y luego confiesa que muchas de sus víctimas quizá todavía no han sido encontradas, ya que la guerra entre los cárteles de Juárez y Sinaloa creó el cementerio clandestino más grande en la historia de Juárez y el Valle de Juárez.
Las fosas están por todo el Valle, “esa es otra historia, está todo lleno ahí, ¿cuántos han encontrado ya?”, pregunta quien en un principio calculaba la existencia de 150 a 200 osamentas enterradas por ambos grupos, pero ahora dice que debe haber más porque desde su detención ya suman tres años más de guerra.
Según cifras oficiales de la Fiscalía General del Estado de Chihuahua (FGE) durante todo 2017 un equipo de 20 elementos ministeriales, antropólogos y canes encontraron 124 osamentas, las cuales continúan siendo identificadas y entregadas a sus familiares.
Uno de los sitios en donde las autoridades se han enfocado en buscar es el rancho de La Colorada, un lugar de donde fueron sacados los propietarios bajo amenazas y donde según El Papacho, primero sirvió de cementerio clandestino al grupo de Escajeda y luego a él, a Gabino Salas y a sus hombres.
“Ahorita ya hay muchos porque ya hay muchas personas aparte de mí. Quién sabe, pero sí están muchos ahí. Está bien feo pa’allá”, “en unas fosas hay hasta tres” muertos, enterrar a las víctimas “era normal”, dice tranquilo.
Él argumenta que enterrar a las víctimas era parte del mensaje para el grupo al que pertenecían, ya que “los enterrados eran por secuestradores, para que sufrieran las familias de los que habían hecho eso, para que vieran lo que las otras familias sufrían, las de los secuestrados”.
A algunos los enterraba vivos, lo cual era decidido en el momento, luego de que ellos mismos cavaban su tumba, llorando y suplicándole que no los matara mientras él y sus hombres los amenazaban con sus armas, rememora y por primera vez parece arrepentirse, pero luego continúa narrando.
“Lloraban, eso era para que sintieran lo que las personas que tenían secuestradas sentían… hicieron mucho daño ellos… yo sé que yo no era el gobierno ni Dios para juzgarlos, pero era mucho lo que estaba pasando. Estaban matando hasta a los ministeriales, les hice un favor para que no los mataran”, otros habían violado a personas, se justifica.
Pero La Colorada no es la única fosa, existen más ranchos y casas de donde corrían a los propietarios y luego los usaban como sitios de seguridad, lo cual sigue ocurriendo “¿y el Gobierno dónde está?, allá en el Valle necesitan que los defiendan”, demanda.
“DORMÍA CON UNA PISTOLA”
Pronto El Papacho comenzó a ser buscado por las autoridades y sus rivales, por lo que comenzó a huir, y en los diferentes pueblos se juntó con cinco mujeres, con quienes nunca se casó, pero él las llama sus esposas y con quienes actualmente tiene nueve hijos, todos de 3, 4 y 5 años de edad, además de los cinco hijos que tiene con su esposa.
“Me juntaba en cada pueblo, porque me iba cada rato pueblo por pueblo. Dejé a mi familia pa’que no me la mataran ya… mi hijo más grande me sigue, soy su papá, pues siempre me va a buscar, no me va abandonar nunca”, dice Luna Aguilar.
Recuerda que en sus últimos años de libertad, después de tener relaciones sexuales con su pareja le decía “hazte pa´allá” y ponía su rifle entre los dos para poder dormir tranquilo, por lo que ella le reprochaba que quería más a su Cuerno de Chivo.
Después se escondió en un templo cristiano en el poblado de Barreales, donde no había imágenes religiosas, pero sí una figura de la Santa Muerte.
En ese pueblo compró 15 bicicletas y se las regaló a un grupo de niños entre 10 y 12 años, a quienes les compraba dulces y refrescos para que le avisaran cada vez que veían camionetas extrañas o a la policía.
‘Papacho, ahí anda el Gobierno, Papacho’, era el grito de los niños que lo mantuvieron libre durante algún tiempo, como un día que unos agentes ministeriales detuvieron a su sobrino y lo golpearon hasta que les dijo en donde se escondía, y este logró escapar.
Pero finalmente fue detenido. “Un día después del día de los enamorados”, el 15 de febrero de 2015, después de un tiroteo en Barreales fue a llevarle dinero a una de sus mujeres y ahí escondió su rifle porque no le gustaba que la gente de los pueblos lo viera armado, asegura.
“Llegué sin herramientas y me topé a los estatales y me agarraron en la nada también”, dice riéndose al recordar cómo murió su jefe.
Tres días después, fue presentado por las autoridades junto a otros cinco hombres y una mujer, como parte de un grupo dedicado a cometer homicidios, privaciones ilegales de la libertad, extorsiones, trasiego de drogas o trabajar como halcones o informantes, aunque él dijo no conocerlos.
Todos fueron presentados con ocho armas de fuego, dos granadas de fragmentación, 220 cartuchos y ocho vehículos con reporte de robo.
El 4 de marzo de ese mismo año, El Papacho fue sentenciado a prisión vitalicia por el homicidio de los Archuleta, y continúo siendo investigado por 18 homicidios más.
“Antes la vida era bonita, pero aquí pues no, aquí nos morimos en vida”, la muerte “tiene que ser más bonita que estar aquí”, dice el hombre quien no ha sido visitado por su esposa ni sus hijos dentro del penal.
“Aquí no existe el día, ni la mañana, aquí es lo mismo, siempre va a ser lo mismo. Tenía tantos enemigos que yo pensé que iba a caer muerto pero no importó eso, sino el de arriba”, dice refiriéndose a Dios y pidiendo no hablar más sobre el penal donde le gusta leer novelas.
A Dios “yo ya no puedo pedirle, ya no sé si pedirle o no pedirle, pero sé que sí existe, pero se retiró de mi cuando más lo necesité o me puso a prueba, no sé. Pero ver muerta a mi familia fue lo más –difícil- y a un niño inocente ¿cómo no me iba a vengar?, cualquier persona haría lo mismo que yo hice”, argumenta.
“La gente que habla de mi es porque maté a su familia, porque le hice daño a su familia, pero yo no le hice daño a familias inocentes, fue porque andaban haciendo lo que no debían hacer. Imagínese como me sentí cuando golpearon a mi hija. Matar niños nunca lo hice y nunca lo haría, estaba en contra de eso, de los niños, de secuestros, robos y cuotas”, asegura el hombre que no se cubría la cara para matar.
Este domingo El Papacho se reencontraría por primera vez dentro del penal con la mujer que le dio la vida, pero dos días antes ella “falleció de tristeza”, platica con la nostalgia en el rostro de alguien que añora la calidez de un abrazo de su madre.
Pero “es mucho coraje lo que agarra uno, lo que hace no lo van a entender, hasta que lo sientan por ustedes mismos van a saber lo que se siente. Si no los hubiera detenido ellos hubieran matado a toda mi familia, hubieran comenzado a matar a los demás; era la vida de ellos o de nosotros, porque ya nos tenían marcados”, se excusa.
“Mi vida podría ser una película”, dice El Papacho al narrar su historia ya con un poco más de confianza que cuando comenzó a hablar desde el interior de la cárcel, donde está lejos de su familia, en una ciudad donde asegura que nunca va a terminar la violencia y de la cual él no se arrepiente haber formado parte. “¿Qué harías tú si mataran a tu familia?”, termina.
Por Hérika Martínez