Las redes sociales nos han conectado con el mundo. Todos tenemos voz y podemos publicar lo que pensamos en el lenguaje que queramos, con o sin emojis, en videos, memes o stories. Parece que el sueño de la libertad de expresión ha llegado a su culmen, ya no necesitas ser adinerado, poderoso o compartir una ideología para que publiquen lo que piensas, hoy lo puedes hacer tú mismo desde tu celular. Todo y todos valen.
Cuando ocurre un acontecimiento de cualquier índole, parece que es cuando más queremos expresar lo que pensamos. Un ejemplo paradigmático es la fotografía del vestido “blanco con dorado” o “azul con negro”. El mundo entero se dividió y cada uno defendía su opinión. Quién sabe cuál se corresponderá con la “verdadera realidad”, o si ésta exista siquiera.
Esta diferencia ha llevado a debates no tan divertidos, sino más bien polémicos y delicados; debates que han desencadenado conflictos con implicaciones prácticas graves. Por ejemplo, las protestas feministas en la Ciudad de México el año pasado. Había quienes con desprecio y superioridad moral las juzgaron como violentas, salvajes, irrespetuosas, y lanzaron el famoso “no son las formas”. Pero también, un grupo numeroso las defendió y justificó, pues entendió que la rabia y el hartazgo de la violencia de género no dejaban otra alternativa para ser escuchadas, y respondieron el famoso “quémenlo todo”.
Cuando todos hablan, no hay una autoridad para desmentir a nadie. ¿Quién va a decir quién está bien o quién está mal? ¿Y quién que éste está en lo correcto? Las peleas virtuales son innumerables, y llegamos a creer que nuestra opinión es la correcta, y entonces surge el conflicto.
Callar para escuchar (no sólo oír) y pensar si verdaderamente tengo algo valioso que decir, y si esto que voy a decir mejorará la situación, si aporto algo original y de provecho o si, por el contrario, sólo haré más ruido.

POR ELIZABETH MATA (FILOSOFÍA), UNIVERSIDAD PANAMERICANA
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