El 30 de agosto se conmemoró el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, práctica que históricamente ha sido empleada para infundir terror, pues la sensación de inseguridad que genera no se limita a los familiares de las personas desaparecidas –que nunca tuvieron certeza de su paradero o incluso de si sigue o no con vida y, por ende, sin un cuerpo para enterrar–, sino que afecta a su comunidad y al conjunto de la sociedad.
Recordamos con terror, hechos distantes, pero que continúan frescos en la memoria colectiva, como las muertes y desapariciones de la Guerra Sucia en los años 70, después de los cuales habríamos esperado un aprendizaje y maduración de las instituciones que imparten justicia. Pero la realidad demuestra que no fue así. Precisamente, están por cumplirse cinco años de la desaparición de 43 estudiantes de la Normal Rural Isidro Burgos, de Ayotzinapa, la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero.
A cinco años de un caso que se ha convertido en un triste símbolo del problema de las desapariciones forzadas en nuestro país, donde hay, al menos, en cifras oficiales, más de 40 mil personas sin localizar, 26 mil cuerpos sin identificar y más de 3 mil fosas clandestinas, encontradas casi en su totalidad por colectivos de mujeres buscadoras; con investigaciones atascadas por la complicidad y corrupción que alcanza a todos los niveles de gobierno, lo que tiene como consecuencia que muchos de los responsables continúen impunes y, lo más grave, decenas de miles de personas que siguen desaparecidas.
Cristopher Echenique (Comunicación)