CÚPULA

La apuesta

Una apuesta muy arriesgada. Un volado con la muerte. Un espectáculo que nos dejará sin palabras

EDICIÓN IMPRESA

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Créditos: Especial

El sol se ponía sobre los acantilados del puerto, mientras unos pescadores que cargaban redes y cansancio probaban suerte en un día de olas revueltas. El año, 1934. ¿Quién habría pensado que de la manera más absurda nacería uno de los espectáculos más vistos de México?

—Hoy no vamos a pescar ni un resfriado, ya deberíamos de irnos a descansar— dijo el más joven de los pescadores.

 —No quiero irme con las manos vacías, hay que tener paciencia, démosle una hora más al mar— contestó el más viejo de los pescadores.

 —Está bien, pero vamos a hacer una apuesta— dijo otro de los pescadores.

 —Una apuesta que no sea de pesos, porque tengo varios hijos que mantener— replicó el pescador con más canas.

 —Mi amigo, que en paz descanse, decía que cuando la ola sube puedes tirarte un clavado de aquel acantilado sin sufrir ningún percance. Si en una hora no pescamos nada, el abuelo se tira el clavado desde esa cima; pero si en una hora agarramos, aunque sea un pez, el peque se echa el clavado desde lo más alto de esas rocas.

 —¿Por qué aceptaríamos esa tontería?— preguntó el pescador más joven.

 —Porque al que pierda la apuesta y se tire el clavado, le voy a dar la moto— afirmó el único que no había hablado de los cuatro presentes.  Los pescadores se miraron fijamente y sonrieron casi al mismo tiempo, después el más joven dijo:

 —Tirarse de ese acantilado es como jugar un volado con la muerte. El más viejo de ellos sonrió con actitud resuelta y respondió:

 —Estoy dentro, de todas formas, ya estoy más allá que pa acá.  El sol se escondió detrás de aquel lugar repleto de azul y rocas. La hora pasó sin avisar entre las aguas de una de las bahías más bonitas del mundo, y con el atardecer sucedió lo inesperado, un pez mordió el anzuelo y el viejo suspiró de alivio al no tener que tirarse desde lo más alto del acantilado. El más joven de los pescadores comenzó a sudar, mientras su mirada se perdía entre las olas.

 —No tienes que aventarte, peque. No eres menos valiente y eso no te hace menos hombre tampoco— le dijo el que se había librado del embrollo.  Peque se tiró al agua y comenzó a nadar hasta el acantilado, algo se había posesionado de él y ahora escalaba las rocas con una determinación que nos provocó escalofríos. El otro pescador gritó:

 —Peque, te presto la moto cuando quieras, regrésate y no vayas a hacer una tarugada. El joven no escuchaba razones y ahora estaba en la cima, concentrado en el tamaño de las olas que le esperaban. Entonces pensó que debía esperar el momento justo en el que la ola está a punto de subir para tirarse; contó un par de veces e intentó hacer los cálculos en su cabeza del ir y venir del mar, sin dudarlo ni pensarlo por más tiempo, antes de que la tercera ola se empezara a formar, se lanzó desde La Quebrada como si pudiera volar. El mar lo abrazó y tras unos segundos de incertidumbre, lo vimos salir a la superficie y gritar:

 —Chucho, ¿cuándo puedo dar la vuelta en mi moto nueva? Así fue, amigos, desgraciadamente perdí la moto, pero también gané, porque desde ese momento me convertí en el representante del espectáculo de los clavadistas de La Quebrada, un show que dejaría a México y al mundo sin palabras.

Por Mariola Fernández

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