CÚPULA

El Canario II

Segunda parte del texto publicado en Cúpula el martes 7 de diciembre de 2021 y que alude a un texto previo

CULTURA

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El Canario II. (Foto: Carmen Parra)

Sólo para atar las palabras recordaré que no me había subido en un avión hasta que me fui becado a estudiar restauración a Roma… ya con 26 años…

Pasé un poco más de un año en aquel viaje; compré una Vespa usada cuando me aburrí de la “Sapienza” y de algunos profesores más bien anacrónicos, con resabios “fachistas” en plena postguerra —ya saben la gente no entiende—. Con ese maravilloso medio de transporte italiano y como buen estudiante no tenía dinero para más. Pude, sin embargo, pasearme por media Europa con mi ingenio chilango, del 12 de mayo al 19 de noviembre, durmiendo en bolsa de dormir, a la orilla de las carreteras, afuera de las ciudades, y de vez en cuando pernoctando en los “Albergues de la Juventud”, organización benéfica y esplendorosa que se creó al fin de la guerra para que los jóvenes viajaran, conocieran a sus vecinos y amortiguaran los odios y resentimientos que la conflagración había dejado. Ahí además se podía entablar amistades con muchachas valientes, lavar ropa y bañarse poniéndole una moneda a la regadera. Fui de Italia a Suecia y de Checoslovaquia a Inglaterra. Pero sin conocer hoteles ni restaurantes —casi—; hasta que llegué a España dormí en lecho con sábanas, debo decir muy limpias, porque la Madre Patria estaba en una miseria que causaba asombro. Como es de pensarse algunas veces llegué al mar, no sólo para bañarme, sino porque me gusta y en alguna de esas correrías, seguramente debe haber sido en España, pero eran iguales o parecidas las playas de Grecia, el Adriático, el Tirreno, Italia y para el caso hablo de los litorales del Mediterráneo en que se practican, desde siglos atrás, costumbres parecidas. Un amigo de por allá me dijo: “No, pero ya no”. Más el caso es que tomando en un bar pueblerino, y, desde luego algo más que modesto a los que me acercaba, porque entonces en aquellos años 60 se tenía la buena costumbre de servir junto al vaso de vino, de una o dos pesetas, según el rango, una porción de tortilla, un pedacito de queso, con suerte una lonchita de lomo, el jamón tenía que pagarlo, en fin, algo que picar. Estábamos en la orilla casi con los pies en la arena, estábamos en plural porque ya conversaba con la vieja aquella que atendía el refugio como de pescadores y obreros —la canalla diría Blasco Ibáñez—, comprenderán porque el despectivo término, con los cabellos entrecanos, hirsutos, mal atados con una tela negra como toda ella iba vestida, no sé si le faltaba un diente, pero hoy la suelo recordar chimuela por la aversión que trae consigo a la memoria.

CARMEN PARRA. Serie Aves. Canario, 2020. Acuarela y lápiz/ papel. (Foto: Cortesía: Carmen Parra)

Entre las “tapitas” más caras —casi manjares— el pequeño hostal, como en todo el sur de esos pueblos, y todavía hoy, los más elegantes en Madrid ofrecen “pajaritos” —son muy sabrosos—. Pero no, no se espanten, no son canarios. Ocurre que de África muchas especies migran hacia Europa en determinada temporada, aves desde la cigüeña y más pequeñas, que llegan cansadas. Y estos “Hombres Sapiens” de por si malvados, como advierte Sarukán, —algunos parecen cromagnon— tienden enormes redes colocadas entre largos postes o varejones de cuatro o cinco metros de alto. Con el mar al fondo, de repente me imagine, por eso de las redes secándose al sol, un Janitzio, pero
más grandote. Es terrible. Antes de saber, yo pensé que debía haber muchos charales y sí, en el Mediterráneo, por esas costas, hay muchos parecidos y les llaman boquerones, nosotros también así los conocemos. Pero no creo que esos, como las angulas y las anchoas, los pescan en unos sistemas de canalitos con pequeñas esclusas. Menos dramático, pues en las redes los pajaritos hambreados y cansados por el viaje se quedan ensartados y aleteando horas hasta que pasan a recogerlos por la mañana y van torciéndoles el cuello como a pequeños guajolotitos, para echarlos en cestas o cubetas. 

 

Con el ánimo un poco “cuatrapéado” por la escena que me imaginaba, me dieron ganas de subirme a mi fiel Vespa, que a un lado me esperaba, y reanudar
—llevaba como 20 mil kilómetros en el viaje—. En eso vi en la pared unas jaulitas con canarios que trinaban como muy animados; recuerdos, siempre recuerdos. Con cierto contento de verlos comenté: 

—Señora, que bonitos canarios, ¿qué les da para que estén tan alegres? —Es que están ciegos, respondió… —¡Como es eso !,dije. —Si, vea. Cerro la mano como si tuviera un canarito en el cuenco y tomando la aguja del fino bordado me dijo: —Sujetos así, se les da un piquetito en los ojos y unas gotas de limón. ¡Y cantan como ángeles! 

Nunca verán en las paredes de mi casa una jaula de “pájaros”.

Por Sergio Zaldívar

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