VICENTE ROJO

Vicente Rojo, nostalgia por la modernidad

Recuerdo a la gitana ardiente, cargada de abalorios, del primer billete de cinco pesos que tuve en mi poder. Recuerdo mi credencial de boy scout que al lado de la flor de lis tuvo la fotografía de mi hermano Eduardo

CULTURA

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GERMÁN MONTALVO. VICENTE, SUS TIJERAS Y SU ROJO 185 FAVORITO, SECUENCIA DE TRES IMÁGENES, 2018. CORTESÍA: GERMÁN MONTALVO.Créditos: Cortesía

Recuerdo con inquietante precisión la etiqueta del frasco de una olorosa pomada medicinal llamada Neumotizine, que servía de paliativo en el dilatado tratamiento de las paperas. Recuerdo, enamorado, a la niña de calcetas blancas que vivía en un bosque en la cajita de cartón de las pasitas Paraíso. Recuerdo la ilustración angustiosa de mi libro de lectura de primero de primaria, Poco a poco, en la que Chucho, un muchacho vivaracho, se trepaba en un árbol habitado por una serpiente venenosa. Recuerdo la etiqueta borgeana de una botella de Jerez del Mono, en la que se reproducía la imagen de una botella de Jerez del Mono.

Recuerdo a la gitana ardiente, cargada de abalorios, del primer billete de cinco pesos que tuve en mi poder. Recuerdo mi credencial de boy scout que al lado de la flor de lis tuvo la fotografía de mi hermano Eduardo (porque no había tiempo ni dinero para sacarme una foto a mí, y total, son hermanos y se parecen mucho, y ni quien se ande fijando en esos detallitos) hasta que nueve años de psicoanálisis sostenido dedicados al problema de la identidad personal me indujeron a desprenderla de la credencial y tirarla, despedazada, muy Caín de mi parte, en el bote de la basura. Recuerdo, ay, quién no, la portada del disco de El último cuplé de Sarita Montiel, frente a cuyo abismal escote se abismó mi adolescencia e hizo, con el perdón de ustedes, sus primeros trabajos manuales.

GERMÁN MONTALVO. VICENTE, SUS TIJERAS Y SU ROJO 185 FAVORITO, SECUENCIA DE TRES IMÁGENES, 2018. CORTESÍA: GERMÁN MONTALVO.

Cuán acotada está la infancia por manifestaciones semejantes del diseño gráfico. La caja de cereal o la estampita de primera comunión son capaces de trazar el primer itinerario de una biografía y de configurar el marco referencial del biografiado. Magdalenas mojadas de té, 30 años, 40 años después, pueden destapar toda la infancia. Y a propósito, ¿cómo sería la ilustración de la lata de té en el Camino de Swann?

La actividad de Vicente Rojo en el campo del diseño gráfico traza, para mí y para los de mi generación, un itinerario que va de la adolescencia a la presunta madurez y constituye el acervo más rico y más moderno de nuestras imágenes culturales, tan poderosas y vivas como aquellas de la infancia que recordé al inicio de estas páginas: la dolorosa corona de espinas que con fuerza de esperpento anunciaba la obra Divinas palabras, que salió del teatro universitario para representarse y representarnos exitosamente en Francia, porque nadie sabe bien a bien dónde están los muros de la difusión cultural extramuros que lleva a cabo nuestra Universidad Nacional; los programas del Teatro El Caballito, del Foro Isabelino, del Arcos Caracol o de la histriónica Prepa 5 de Coapa, espacios teatrales hoy desaparecidos o descarrilados; los carteles que anunciaban las puestas en escena de Poesía en voz alta, las proyecciones cinematográficas o los torneos de ajedrez de la entonces apacible Casa del Lago, tan bellos que desde entonces dejaron de cumplir su función informativa para adornar las paredes de los cuartos estudiantiles y las oficinas universitarias; las diferentes úes que año con año modificaban la Revista de la Universidad de México y que lejos de interrumpir su tradición, hoy sexagenaria, confirmaban su espíritu cambiante y siempre abierto; el libro de Remedios Varo, con textos de Roger Caillois, Octavio Paz y Juliana González, que acogió mis insomnios porque no es otra cosa que un archivo de sueños disponibles, y que me llevó a hacer una tesis de licenciatura en la que comparo a Remedios Varo con Remedios la Bella, aquel personaje de Cien años de soledad que de buenas a primeras, cuando tiende unas sábanas de bramante en el jardín de la casa, asciende al cielo en cuerpo y alma; la tercera época de la Revista de Bellas Artes, de la que fui secretario de redacción, que dio cuenta, en la insensatez de su diseño, de la verdadera movilidad de los tipos y que escandalizó a más de un funcionario del subsector cultura; el libro-objeto dedicado a Marcel Duchamp, que es tan o más divertido que andar pintándole bigotes a la Gioconda o exponiendo mingitorios en los museos; las portadas de libros muy amados –Cien años de soledad o Las batallas en el desierto- que acaso serían otros, muy variados en su discurso, de tener envoltorio diferente...

En fin, sumadas por la fatigosa vía de la enumeración estas imágenes configuran nuestro universo cultural más cercano. Si poseen un común denominador, en el que se cifra el estilo de Vicente Rojo, éste es precisamente el mismo que aglutina las obras a las que tales imágenes aluden: la modernidad, de la que podemos sentir, ahora que vivimos tiempos mal llamados postmodernos, una nostalgia parecida a la que nos ocupa cuando evocamos nuestras imágenes de infancia. Tal nostalgia es signo inequívoco de que la modernidad nos pertenece y nos conforma. Es nuestra historia, y esa historia no sería lo que es, es decir no seríamos quienes somos, sin la participación de Vicente Rojo, que nos la fue articulando.

Ojo, o mejor, manita indicadora: no estoy confundiendo la forma con el fondo, el anuncio con el objeto anunciado, el continente con el contenido, sino haciendo notar que esa forma, esa información, esa envoltura no sólo son el puente sin el cual sería imposible tener acceso a lo “importante”, al fondo, al objeto, al contenido, sino que se parece a lo importante, se identifica con lo importante y de alguna manera lo modifica. Por eso, José Emilio Pacheco, que dice de Vicente Rojo: “Ha hecho las portadas de casi todos mis libros”, se ve precisado a corregir: “Más bien he escrito casi todos mis libros para que él haga las portadas”. Y es que un libro, por ejemplo, no es sólo un objeto convencional en el que se deposita un determinado discurso; un libro es un ser susceptible al amor de quien lo posee: una portada entusiasma, una portadilla invita, una capitular seduce, y el ritmo de la tipografía propicia la permanencia del amor. 

Por Gonzalo Celorio y Vicente Quirarte

avh